Imagina que eres un multimillonario y el arte es una de tus pasiones. Tienes suficientes recursos como para hacerte con una colección de arte de cierto nivel y además estás en una época que lo hace factible.
¿Qué autores te gustaría que formaran parte de tu colección? Yo lo tendría muy claro: Velázquez. Goya. El Greco. Rembrandt. Vermeer. Van Dyck. Hals. Tiziano. Holbein. Brueghel. Memling. Renoir. Ingres. Degás. Pues dicho y hecho, y parece que fuese fácil, pero es lo que consiguió Henry Clay Frick (1849-1919) uno de esos industriales carismáticos, perfecto ejemplo del tópico sueño americano, desde su nacimiento en una granja a la construcción de una mansión neoclásica en la Quinta Avenida.
Y esa mansión neoclásica, situada entre las calles 70 y 71 en la Quinta Avenida se ha convertido en el escaparate de su colección y la que nos dirigimos a visitar. Dentro de la Flick Collection no dejan hacer fotos, por lo que nos limitamos a recorrer boquiabiertos las salas encontrando obras de arte de diferentes maestros en habitaciones transformadas en salas de exposición por sí mismas. Algunas de ellas están presididas por el empalago de autores como Fragonard pero otras reciben al visitante con un Tiziano aquí y un Greco enfrente… hasta que te das cuenta de que estás en el salón de la casa.
A todo esto hay que añadir los jardines exteriores y el emblemático patio interior, lo que convierte la casa, al contrario de lo que pudiera pensarse, en un agradable lugar para vivir a la vez que una espléndida galería de arte. Recorrámosla.
La Colección Frick es una de las opciones que debería considerar siempre cualquier amante del arte que visita NYC (el que lo haga con el tiempo suficiente, eso sí) para poder recorrer sus salas (http://www.frick.org/; todas las imágenes son copyright de la Colección). Más aún teniendo en cuenta que una de las condiciones que estableció Frick para que su colección pudiera exponerse es que nunca salieran del edificio (por lo que únicamente prestan las adquiridas después de su muerte). Henry Clay Frick sólo llegó a residir en esta casa cinco años, lo cual es un tanto chocante, pues quienes más disfrutan ahora de los tesoros que consiguió son los visitantes de la Colección.
Nació en una granja de Pennsylvania en 1849 y se hizo rico con el negocio del carbón de coque, que estaba muy solicitado en aquella época por la industria del acero (en la cercana ciudad de Pittsburg). Su fortuna se elevó muchísimo cuando Andrew Carnegie (el mismo que fundó en Pittsburg un museo con los dinosaurios más impresionantes) le despidió -le había contratado como director de su industria del acero- y la indemnización debió ser de tal calado que puede que a partir de ella llegaran los Velázquez, Rembrandt y compañía así como la casa de la Quinta Avenida.
Frick compró la propiedad en 1911 cuando la Biblioteca Pública de NYC se hizo con los fondos de la Biblioteca Lenox, que la ocupaba y trató de convertirla en algo especial (por cierto, por aquel tiempo tuvieron que anular su reserva en el viaje inaugural de cierto barco de dimensiones titánicas porque su mujer, Adelaide Howard Childs se hizo daño en un tobillo durante un crucero por Madeira). El terreno costó 3 millones de dólares; la construcción de la casa, 2 millones más y el interior, 300.000 dólares, a lo que habría que añadir el coste incalculable de las obras de arte. Le encargó el proyecto a un arquitecto de gran fama en la Nueva York de los años 1910, Thomas Hastings, a quien le pidió “una casa pequeña, llena de luz, aire y terreno”. Al diseñador Sir Charles Allom le encargó “una casa cómoda, sencilla, de buen gusto, sin ostentaciones”. No se bien qué pensar acerca de si se cumplieron sus indicaciones.
La casa es enorme, no pequeña. Y es ostentosa, pues su clasicismo se combina con la exposición de obras únicas. Pero sí es luminosa y transmite una sensación de buen gusto y calidez a la que debieron contribuir las obras que la prepararon para ser abierta al público ya en 1935. Y no se sabe si pensaba abrir un museo en el futuro pero lo que no se puede negar es que Frick tenía un gusto artístico envidiable. Se hacía asesorar por expertos, pero la última decisión la tomaba él, y consiguió algunas cosas asombrosas.
Desde el patio del jardín (que representa un atrio romano y que fue creado a partir de una callejuela de la época de Frick en el momento de la apertura del museo; aquí al lado, en la foto de una foto promocional de la Colección) se puede acceder a muchas de las habitaciones del primer piso, que es donde se presenta la colección. Hay, además, una sala con una película que explica el origen de la casa, de Frick y las obras de arte, además de algunos vídeos referentes a la obra del mes.
En este patio se sitúa la única escultura que voy a mencionar de las numerosas que pueblan la colección Frick, se trata de un Ángel de bronce de Jean Barbet, el artillero real de la ciudad de Lyon en 1475, encargado del mantenimiento de la artillería y la fundición de cañones. Este Ángel es su única obra de arte conocida; y está firmado con la siguiente inscripción: “le xxviii jour de mars/ lan mil cccc lx+xv jehan barbet dit de lion fist cest angelot”.
Es decir, que el 28 de marzo de 1460+15 Jean Barbet realizó este maravilloso ángel de una única pieza de bronce (salvo por las alas, unidas por varillas al cuerpo). Se le considera el símbolo de la Colección Frick y viendo la perfección de sus líneas uno lo comprende perfectamente. De hecho, nos llamó la atención nada más pasar al patio central con su fuente, sus ranitas decorativas al extremo de la misma y su vegetación, antes siquiera de saber que era la pieza más reconocida de la colección. Este ángel, como algunas otras cosas de la casa, perteneció a JP Morgan.
A partir de aquí, iremos descubriendo las obras de arte que se esconden o más bien muestran, las habitaciones de la residencia del industrial. Caminemos pausadamente por la casa; la verdad es que está decorada con el gusto de varios siglos atrás pero accesible al gusto actual. Aquí y allá aparecen obras maestras de todo tipo, no sólo lienzos, también dibujos, estatuas, esculturas así como los propios muebles y objetos decorativos, desde relojes a mesas.
Una espléndida escalera que da acceso al piso superior (y por la que no se puede subir) se encuentra ante un pequeño distribuidor en el que destacan obras de Vermeer y Renoir. Y ya uno se da cuenta de donde ha ido a parar. Vermeer y Renoir en un pequeño descansillo no habla de ostentación, no.
El Vermeer es Oficial y muchacha sonriente, pintado en los 1650. Es un cuadro pequeño y, como todo en Vermeer, delicado y dedicado a que el espectador se asombre ante la belleza no ya de la escena sino de la gradación de luz de cada detalle.
Enfrente, una Madre y sus niñas de Renoir, también llamado Un paseo.No es la obra que más me gusta del impresionista francés, si bien está considerada una obra de enorme prestigio. Además, es un cuadro bastante grande.
Pero no me cuadra, las niñas y la madre no me transmiten la frescura y encanto que le hacen famoso, aunque he de admitir que la capacidad de generar belleza de Renoir es impresionante, aunque sólo sea (como decía la audioguía) por la sensación de que estás en la primavera temprana por la que esta madre y sus niñas (modelos profesionales, por cierto) están paseando en un primavera temprana.
Quizá sea por lo poco que me gustó el Renoir por lo que quiero mencionar aquí a la encantadora Señora Boucher en su cama.
La esposa de François Boucher, pintor de cámara de Luis XV y protegido de Madame de Pompadour, siempre había posado para él como diosa o personaje mitológico y esta es su oportunidad para aparecer en su bien diseñado apartamento parisino de 1743, con sus cortinas doradas, brocado a juego en la pared, porcelana, juego de té, reloj de oro… una vida cómoda y un pelín desordenada, pues todo está tirado por el suelo… por eso el pintor quiso hacer un retrato de su mujer parodiando las típicas vírgenes de Tiziano, razón por la que algunos llaman a esta obra “La virgen desordenada de Boucher”.
Es un cuadrito simpático y encantador que nos invita a pasar, a su espalda, a la llamada Sala Boucher, que era ni más ni menos que el cuarto privado de la señora Frick. Estaba en el segundo piso pero cuando éstas murió en 1931 se trasladó al piso expositivo dado que sus paredes y mobiliario son de gran valor. Las 8 obras realizadas por Boucher para la Marquesa de Pompadour se exponen en una habitación que reproduce perfectamente una sala francesa del siglo XVIII (de hecho, han sido sustituidas las sillas y canapés de los años 20 que imitaban aquel estilo por otras reales).
Para acceder a ella se pasa por dos pequeñas salitas con obras de primitivos flamencos (Memling, van Eyck) e italianos (Piero della Francesca, Lippi, Duccio). En el primer caso, un Retrato de hombre de Hans Memling, pintado hacia 1470, es uno de los famosos retratos en los que se especializó el pintor belga, en este caso de un anónimo personaje que transmite serenidad e inteligencia ante un paisaje delicado y tranquilo.
Jan Van Eyck está representado por La Virgen y el Niño con santos y un donante, pintado en 1441, y que me recuerda poderosamente a obras similares que pudimos ver en el Museo Groeninge de Brujas (aquí). Santa Isabel de Hungría sujeta la corona a la que renunció para hacerse monja mientras Santa Bárbara aparece delante de la torre en la que estuvo encerrada. Y el donante, claro, el monje cartujo Jan Vos, cuyo monasterio (la Cartuja de Genadedal) debía tener relación con ambas santas. Lo curioso del tema es que Van Eyck, que estaba acostumbrado a este tipo de encargos, falleció el mismo año que éste fue realizado por lo que se piensa que sólo lo comenzó.
De los italianos nos quedamos con la obra de arte más antigua de la colección, una Tentación de Cristo en la montaña de Duccio di Buoninsegna. Activo entre 1278 y 1319, este pintor de Siena deja en la residencia de la Quinta Avenida una tabla probablemente procedente de un gran retablo denominado “La Majestad” o La Maestà que fue triunfalmente paseado por las calles de Siena el 9 de junio de 1311.
Los reinos que le ofrece el diablo a Jesucristo y de los que éste reniega parecen de azúcar…
De estas salas se pasa al comedor (efectivamente, esta casa no es un mero museo). Aquí Henry Frick daba multitudinarias cenas formales, dos veces a la semana de mayo a octubre, en las que los invitados podían admirar obras del calado de El paseo en el Parque de St James de Gainsborough o la Señorita Mary Edwards de Hogarth.
El pintor londinense retrató en 1742 a una de las damas más interesantes de la sociedad de su época. Mary Edwards fue posiblemente la mayor heredera de aquel tiempo, pero, hey, mala suerte, se casó con un guardia real escocés que se gastó gran parte de su fortuna en el juego. Pero Mary Edwards no se cortó un pelo y, como su admirada Isabel I de la que aparece un busto y el comienzo del discurso sobre la libertad que la reina dirigió a los que lucharían contra la Armada invencible, Edwards consiguió hacer desaparecer los papeles de su matrimonio y declarar a su único hijo bastardo por lo que pudo conservar su herencia y su libertad.
Contrasta el retrato colorido y afable de Edwards con las mujeres altivas de Gainsborough, un artista que nunca ha sido de mi gusto, pero cuyo Paseo en el Parque de St. James de Londres sí merece la pena mencionar.
Un buen número de jóvenes pasea sin prisas ni preocupaciones por un parque casi idílico que recuerda, según la crítica, a las composiciones del pintor francés Watteu, pero en grande. Gainsborough vivió un tiempo en Londres por lo que puede que asistiera a una escena como ésta.
La siguiente sala está dedicada plenamente a Fragonard (en origen, la sala a la que las damas se retiraban cuando los hombres tenían que hablar) y su edulcorado estilo no nos convence por lo que pasamos directamente a un lugar excepcional
Se trata del Salón, una de las piezas centrales del museo y donde se muestran algunas obras mayúsculas. Nada más entrar destilan luz sobre la chimenea tres retratos prodigiosos. En el centro, un San Jerónimo de El Greco, cuyo origen mencioné precisamente en la entrada anterior dedicada al MET (aquí).
El retrato del erudito que tradujo la biblia al latín le muestra adusto y serio y con su disposición en esta sala Henry Flick trataba de comunicar que el espectador se encontraba en el Sancta Sanctorum, en el lugar más preciado de la residencia y donde residían las obras de arte más selectas (o que más le gustaban al propietario).
Rodeando al San Jerónimo tenemos dos de los retratos históricos más importantes de la historia del Reino Unido y que sin embargo están en el Salón de la Colección Frick. Se trata de los retratos que hizo Hans Holbein en el siglo XVI a los ministros de Enrique VIII, Sir Thomas Moore (Tomás Moro) y Thomas Cromwell.
Cromwell fue uno de los responsables de la muerte de Tomás Moro por decapitación, suerte que él correría más tarde. De orígenes muy diferentes, su aprobación o no al Acta de Supremacía que nombraba a Enrique VIII cabeza de la iglesia Anglicana marcó un momento clave en sus vidas y en la historia de Inglaterra. Dicen que a Frick le gustaba reunir obras de arte que hubieran sido parejas en su momento y estas dos, tan asombrosas como emocionantes de contemplar, son el mejor ejemplo de esta intención.
Enfrente se sitúan dos obras maestras de Tiziano, una de sus años mozos y otra de bastante tiempo después.
A la izquierda tenemos el Retrato de un hombre con gorro rojo de 1516. El joven Tiziano transmite aquí sensibilidad y refinamiento, con el retrato de un probable artista o poeta. A la derecha tenemos uno de los retratos que pintó el maduro Tiziano en 1550 a Pietro Aretino, un caballero enérgico y decidido, redactor de versos lascivos y de vidas de santos y muy conocido en aquella época. De ambos retratos emana poder, pero no exactamente el mismo.
Entre los dos suele situarse otra obra maestra, el San Francisco en el desierto de Giovanni Bellini (a quien Tiziano sucedió como pintor de la República de Venecia), pintado hacia 1480.
Un árbol (probablemente un laurel) se mece vencido por la fuerza de la impresión divina que transforma a San Francisco de Asís, en trance. Los estigmas de la crucifixión comienzan a aparecer tímidamente en las manos del hombre mientras una luz dorada sustituye al tradicional Cristo que aparecía en las mismas temáticas de la época. Es una obra conmovedora y emocionante, incluso para los no creyentes como yo mismo. El dominio del color y del detalle asombran más de 600 años después de pintado este cuadro que suele ser considerado como la obra maestra de la Colección Frick.
”Aquellos que no leen retroceden en lugar de avanzar”. Este era el lema del ex-libris de la colección de libros de Henry Flick, cuyo retrato se impone en la sala que servía como biblioteca. Los estantes de los libros quedaban a media altura para poder ubicar obras de arte, en particular de autores ingleses como Gainsborough, Constable, Turner, Reynolds, Lawrence o Romney (que pinta un retrato de la joven Lady Hamilton, posterior amante de Lord Nelson). A la hora de elegir, por raro que parezca, vuelvo a quedarme con un Gainsborough y con un retrato de un autor americano.
El Gainsborugh es un retrato muy delicado de Lady Innes una muchacha de mirada inteligente y perspicaz que sujeta una rosa entre sus manos, símbolo de la juventud no corrompida pero que aparece también retratada en el cuadro en las distintas fases de maduración y marchitamiento, una metáfora del paso del tiempo que la pobre Lady Innes casi no pudo comprobar pues murió apenas una década después de retratada.
El caballero del cuadro no es sino George Washington. Henry Clay Frick lo adquirió por su valor histórico, no por su valor artístico (aunque hay que reconocerle al autor, Gilbert Stuart, de Rhode Island, una perfección técnica y sensibilidad a la hora de retratar enormes).
Y es que si se pudiera pensar en un pintor de cámara en los recién nacidos Estados Unidos sería Gilbert Stuart, que se hizo muy famoso con los retratos del presidente Washington que produjo a lo largo de toda su vida. Éste, de 1795-96 debió ser de los primeros y es luminoso.
Paralela a la Biblioteca hay un pasillo que da al atrio central de columnas y fuente con estanque. En este patio se ubica un Degás, un Watteau y dos pequeños Corots, pero sobre todo se muestra la obra de arte más increíble, en mi opinión, de toda la colección (y eso que aún faltan el Velázquez, los Goya o los Rembrandt).
Se trata del Retrato de la Condesa de Haussonville de Ingres. La veinteañera condesa (y madre ya de tres niños, casada desde los 18) se apoya coqueta en una chimenea y mira al espectador de una manera pícara, interesante, atrevida. Y no era para menos pues Louise, que así se llamaba esta princesa de Broglie, era muy independiente y liberal y vivió en una Francia en la que estos aspectos no eran ciertamente bienvenidos. Además, era escritora, llevando a cabo biografías de Lord Byron o el revolucionario irlandés Robert Emmet.
Ingres lo pintó en 1845 cuando ya contaba con más de sesenta años de edad y desde el principio fue reticente a hacerlo, siendo además necesarios además una gran cantidad de bocetos previos. Tres años le llevó al maestro francés finalizarlo y cuando lo hizo un amigo le comentó que “debes haberte enamorado de ella para pintarla de esa manera”. Louise estaría encantada pues en sus memorias se refería a sí misma en aquella época como destinada a engatusar, atraer, seducir y hacer sufrir a quienes buscaban la felicidad en ella. No sabemos si Ingres fue uno de ellos.
La Galería Oeste es el verdadero tesoro de la Colección Flick. Desde el principio, Henry Flick consideró la necesidad de contar con una amplia y verdadera galería de arte en su residencia y como tal se lo pidió al arquitecto Thomas Hastings. Luminosa por el ventanal en el techo y prácticamente carente de mobiliario los ojos se van a los Rembrandt, al Velázquez, al Bronzino, a los Hals, el Vermeer, el Veronés, los Turner o a los Van Dyck. ¡Todos en una única sala¡ Y no se sabe con cual quedarse. Bueno, yo sí, pues mi debilidad la tiene un sevillano que vivió en el siglo de oro español.
Este Retrato de Felipe IV se suele llamar el Felipe IV de Fraga pues fue en esta localidad catalana donde Velázquez lo realizó, siendo ya pintor de Corte. No sólo el cuadro es portentoso, también es interesante la historia detrás del mismo. Aunque Felipe IV no fue precisamente un rey guerrero, más bien bucólico y francachela, en este caso Velázquez le pintó recién salido de una batalla en Lleida, el 15 de mayo de 1644 sobre los franceses. En un cuarto en ruinas de la cercana Fraga, con una ventana abierta para que entrase la luz y con el suelo cubierto de paja Velázquez pintó otro fenomenal retrato del Rey Planeta. Frick lo compró en 1911 y asombra hoy en día como pudo hacerse con tamaña obra maestra (y documentada).
El Velázquez está muy bien acompañado (al menos en el momento de nuestra visita, pues en ocasiones la distribución de las obras cambia). Rembrandt es uno de los autores representados por grandes obras.
La Frick Collection cuenta, como no podía ser de otra forma, con uno de los muchos Autorretratos de Rembrandt.
Éste es de 1658 y en él Rembrandt, que no dejaba de experimentar, se autorretrató a gran escala, con una manos muy grandes (las que le daban de comer) y vestido de forma imaginativa. Dice la audioguía que el dorado de la pintura y la aspereza de su superficie se deben a que el holandés utilizó piedras preciosas machacadas en su producción.
La otra gran obra de Rembrandt en la Colección Frick es muy conocida, tanto estéticamente como por su nombre, asociado a la novel de Muñoz Molina. Se trata de El jinete polaco, pintado en 1655.
Se dice que lo pintó en una de sus peores épocas, la de la ruina económica, y que por eso el cuadro no es enteramente suyo. La cabeza y cuerpo del jinete o el cuello del caballo lo son, pero puede que el resto lo completase alguien de su taller para poder dar salida a la obra. El motivo, por cierto, es de lo más interesante, pues ni en la obra de Rembrandt ni en el arte holandés de la época son frecuentes los retratos a caballo. Y menos de un jinete polaco (reconocible por su vestimenta y aspecto).
En la sala también hay un Vermeer de mayor tamaño comparado con los habituales del autor de los Países Bajos. Se trata de “Señora y doncella” y fue la última compra en vida de Henry Frick.
En este caso, Vermeer, siempre tan dado a representar escenas domésticas para aprovechar las posibilidades de la pintura y la luz, representa a una doncella de humilde vestimenta que entrega una carta a su señora, de peinado y vestido de mucho nivel.
Sin embargo, el acto de entrega de la carta, con algún motivo no demasiado claro, las iguala a ambas, que comparten un secreto a pesar de la diferencia de clase que las separa.
Muy llamativo es la obra de De La Tour (o de su taller) dedicada a La Educación de la Virgen. Es curiosa la adscripción al taller: se debe a que el cuadro estaba en muy malas condiciones y ha sido restaurado recurrentemente, sobre todo la niña que atiende a la enseñanza de Santa Ana. Hay otra teoría: que sea una copia contemporánea realizada por el hijo del pintor, Ethienne, que continuó unos pocos años la obra de su padre.
Pero más allá de estas discusiones el lienzo emociona, no sólo por la luz de la vela -habitual firma de De la Tour- que hace transparente la mano de la Virgen, sino por la simplicidad del motivo y la espectacular forma de mostrarlo, con todo detalle.
Otro de los artistas favoritos de Henry Frick era Anthony Van Dyck, el antaño asistente jefe del taller de Rubens, del que cuelgan en la colección numerosas obras, sobre todo retratos de la realeza de la época. Los dos que traigo a esta entrada son especiales por diferentes aspectos. Se trata de una pareja de Retratos del pintor Frans Snyders y de su mujer Margareta. Snyders fue un pintor especializado en las escenas de caza y con animales, bastante popular en su época y bien posicionado económicamente. De hecho, los bordados en oro del corselete de Margareta o la posición aristocrática de Frans nos dan pistas en este sentido.
Pero es que además esta pareja de retratos se había separado desde su realización en 1620 a lo largo de la historia y como ya comenté líneas arriba, Henry Clay Frick era aficionado a reunir de nuevo parejas de cuadros separadas por los avatares de la historia.
Frans Hals es otro pintor belga, nacido por la misma época que Van Dyck en Amberes y también contemporáneo de Rembrandt. A Frick le encantaban los lienzos de Hals por lo que adquirió a lo largo de su vida cuatro retratos (una mujer, un anciano, un hombre y un pintor) del pintor, muy especializado en encargos de la clase media burguesa y en retratos de grupo de compañías militares. De poder elegir, me quedo con este Retrato de un anciano anónimo en el que Hals derrochó su saber y su técnica para transmitirnos un retazo de la vida del siglo XVII de los Países Bajos.
Seguimos en la Galería Oeste, no nos hemos ido todavía, no sin antes quedarnos embobados ante dos paisajes portentosos. El primero es un Corot, El Barquero de Montefortaine.
Contaba la hija de Henry Frick que este lienzo reúne todo aquello por lo que su padre se hizo coleccionista de arte: “Le gustaban las pinturas con las que le resultaba agradable convivir”. Y este paisaje de Corot, probablemente inventado como muchos otros del autor, transmite serenidad y quietud y aunque la baja calidad de la imagen no permite apreciarlo, el gran tamaño del cuadro ayuda a sumergirte en este probable anochecer de 1865 de aguas plateadas con un barquero llegando a su destino.
El grado de colorido y verosimilitud que logró el pintor inglés John Constable en 1819 con El caballo blanco son difíciles de superar. Constable apreciaba mucho esta obra por varias razones. Él mismo afirmaba que “generalmente hay en la vida de un artista tal vez una, dos o tres pinturas por las que desarrolla más interés del habitual; ésta obra es la mía”. La verdad es que aparentemente no es nada de otro mundo: un caballo blanco de tiro es transportado de orilla a orilla del río Stour de Suffolk mientras el ganado pace tranquilamente al otro lado y algunas granjas y casas aparecen entre la vegetación.
Pero el grado de realismo es tal que es de los pocos lienzos en los que sientes que estás ahí, que Constable (que se había criado en la zona y que empezó la obra en el exterior y la finalizó en el estudio) ha logrado un portento, una maravilla con el juego de pinceladas gruesas y finas para lograr un ambiente más que un paisaje.
Pasamos de puntillas por otras obras extraordinarias de la Galería Oeste, como el Bronzino o el Veronés, atravesamos la sala circular (donde se exponen varios Van Dyck y Gainsborough, retratos de cuerpo entero, innovación del primero y homenaje del segundo) y llegamos a la última sala, la Galería Este. Y allí nos esperan Goya y El Greco y algún que otro autor sorprendente.
Hay varias obras de Goya en la Frick Collection: el Retrato de una mujer, el de un oficial, el de Don Pedro, Duque de Osuna y esta poderosa Forja (o Fragua). Es una obra de grandes proporciones expuesta de manera soberbia en la colección, lo que ayuda a mantenerla fija en nuestra memoria a pesar del elevado número de lienzos con los que cuenta el museo.
A Frick le debió gustar el cuadro del aragonés no sólo por lo espectacular del motivo (el tamaño utilizado era más habitual dedicarlo a motivos religiosos o de la nobleza), la fuerza de la imagen o el estilo de Goya. No. Frick era un industrial del acero y qué mejor podría representarle a él y a su sector que esta obra dedicada a los inicios de su labor.
Muy cerca tenemos una obra del Greco también de grandes proporciones. Se trata de un retrato de cuerpo entero de Vincenzo Anastagi realizado en 1571. Este imponente señor defendió el sitio de Malta frente a los turcos en 1565 y posteriormente fue nombrado sargento mayor del Castell Sant’Angelo.
Y El Greco le retrato antes de venirse para España, cuando estudiaba en Roma y comenzaba a soltarse (trabajando, por ejemplo, en el taller de Tiziano). Por eso su figura responde a unos cánones alejados del futuro estilo propio del artista griego.
Entre Grecos y Goyas (hay también una Purificación del Templo, uno de los temas recurrentes en la obra de El Greco) se hayan otras obras más relacionadas con los siglos XVII y XIX europeos. De ellas me quedo con tres retratos de damas, ciertamente encantadores.
A la derecha tenemos el retrato de la Condesa Daru pintado en 1810 (de hecho, terminado a las 4 en punto del 14 de marzo de 1810, según la firma) por el pintor francés Jacques-Louis David, bien conocido por los retratos e instantáneas de la época napoleónica, incluyendo el gran retrato de la coronación de Napoleón y Josefina.
De hecho, si David realizó esta obra es como agradecimiento al Conde por facilitarle el cobro de su gran obra. Y es que la pintura de esta señora, madre de seis niños y afablemente retratada, no era sino el regalo que le pensaban dar al conde a su vuelta de un viaje oficial.
A la izquierda tenemos una obra sencilla de otro pintor francés, Jean-Baptiste Greuze, La ovilladora de lana, de 1759. Esta niña tiene la mirada perdida, quien sabe pensando en qué. El gatito de al lado está centrado en el ovillo de lana que la chavalilla está desenrollando. La obra está técnicamente planificada para llegar al espectador a través de la pirámide cuyo vértice superior son los ojos de la niña, generando una profundidad que facilita la comprensión del que mira este magnífico retrato.
La B de la silla probablemente hace referencia a la esposa de Greuze, Anne-Gabrielle Babuti (quizá la niña era su hermana pequeña). Greuze se especializó en retratos y escenas de género y supo bien representar gestos y estados de ánimo, sobre todo en niños.
Por último tenemos un espléndido retrato de Millet. Mujer cosiendo a la luz de una lámpara fue pintado en 1872. Millet es muy conocido por sus escenas de campesinos, del trabajo en el campo, de las estaciones… en este caso hay una definición mejor que ninguna otra del retrato de esta mujer cosiendo una piel de cordero.
La hizo el propio autor, hijo de campesinos normandos, que vivía con su mujer y sus catorce hijos en Barbizon, en una carta dirigida a un amigo en el mismo tiempo en el que finalizó este retrato: “Escribo esto un seis de noviembre a las nueve en punto de la noche. Todos trabajan a mi alrededor, cosiendo o remendando medias. La mesa está cubierta de pedazos de tela y ovillos de lana. De vez en cuando contemplo el efecto que la luz de la lámpara crea sobre ellos. Las que trabajan a mi alrededor son mi esposa y mis hijas mayores”.
Qué mejor descripción para este maravilloso cuadro, al que rindió homenaje el mismo Van Gogh, y con el que despido el recorrido por la Colección Frick, uno de las visitas imprescindibles en la ciudad de los rascacielos para los amantes del arte.