En el antiguo barrio del Bardo, en Túnez, se ubica un elegante palacio del siglo XIX, antigua residencia del Bey (el soberano) de Túnez y que ahora acoge, ya como museo, la más excepcional e impresionante colección de mosaicos romanos del mundo.
Se trata del Museo del Bardo, situado en las afueras de Túnez capital, inaugurado en 1888, rico en historia y en colecciones y una de las visitas más emocionantes del precioso país norteafricano.
Mi vista fue fugaz, apenas lo que me dejó el horario de comida de la ONA, la organización para la que estaba trabajando en ese momento. Por eso mi visita a Cartago fue reducida y no merecedora de entrada alguna en este blog.
Sin embargo, como pasear por las salas del Museo del Bardo en apenas dos horas y media (dejando cinco minutos para comer un mísero plátano ese día) me proporcionó tan gratos momentos, creo que sí merece la pena destacar algunas de esas obras que se me quedaron grabadas en la retina y en la pequeña cámara que llevaba en el bolsillo.
Mejor llegar en taxi, uno de los típicos y trastabillados taxis amarillos de Túnez. El acceso es casi por tierra y los billetes se sacan en una taquilla externa al museo, cerca de las tiendas donde se te espera con denuedo para venderte recuerdos.
La verdad es que el interior es muchísimo más bonito que la fachada exterior, mucho más encanto espera en las salas y pasillos. Encanto que se ve aumentado por los diversos mosaicos que cubren sus paredes.
También hay estatuas y algunas piezas arqueológicas (hay, por ejemplo, todo un área dedicada a los restos sacados de un naufragio). Dioses y Emperadores romanos se dan la mano con estatuas fenicias y púnicas en un llamativo caso de combinación de civilizaciones. Al fin y al cabo, por Túnez han pasado fenicios, romanos, vándalos, bizantinos, árabes, turcos, españoles y franceses. El Museo del Bardo muestra piezas hasta de arte islámico, pero su colección más importante es la de los mosaicos romanos.
Y el más importante de todos ellos es “Virgilio y las musas”. Y ahí está Virgilio, en un mosaico realizado conforme a un retrato original de la época. está vestido con toga y muestra en sus rodillas el octavo verso de su Eneida.
Está muy bien rodeado: a su derecha, Clio, la musa de la historia; a la izquierda, y sosteniendo una máscara con la mano, Melpomene, la musa del Teatro Trágico.
Un rico hacendado de Soussa ordenó disponer de este carismático mosaico en el suelo de su villa en el siglo III dC. Y se encontraba en el sitio más adecuado para hacerlo. La antigua Hadrumentum (como también Cartago o Útica) contaba con una escuela estable de mosaicos de primer orden, una escuela en la que se recogía la tradición mosaicista romana, heredada a su vez de los griegos. El arte del mosaico se situaba en el mismo nivel que la pintura o la escultura y se considera una de las expresiones artísticas más importantes de la antigüedad.
El Museo del Bardo tiene una colección fabulosa de mosaicos africanos de tradición helenística del siglo II-IV dC. Los motivos predominantes en la colección son las historias mitológicas, las divinidades, los animales, los héroes y las escenas de vida cotidiana y de caza.
Entre las historias mitológicas destaca, como no podía ser de otra forma, aquellas extraídas de la Odisea de Homero.
“Ulises y las sirenas” es el mosaico más conocido de esta tipología y en el que el héroe griego pasa cerca de la roca de las sirenas (representadas por seres mitad mujer y mitad pájaro tal y como se definían en la mitología griega original, en la imagen de la derecha), quienes tratan de atraerle con sus cantos y melodías (véanse las flautas que lleva la sirena).
Ulises, para evitarlo, tapó con cera los oídos de toda la tripulación pero, deseoso de oírlas, ordenó que lo ataran al mástil de la nave para no caer en la trampa. El mosaico fue hallado en Dougga y es del siglo IV dC.
Otro mosaico de tema mitológico muy llamativo es el de “Dionisio castigando a los piratas del Mar Tirreno”. El Dios, siempre según la Odisea de Homero, transformó en delfines a los piratas que asediaban las costas del Mar Tirreno. Le acompañan en la barca un sátiro y una pareja de bacantes (adoradoras del Dios).
En la escena, un leopardo ataca y muerde las todavía humanas piernas de un pirata en plena transformación a delfín (alguno nada ya como delfín en las cercanías del barco). Es un mosaico de Dougga del siglo III dC.
Los dioses grecorromanos son otros de los grandes protagonistas de los mosaicos del Museo del Bardo. Éste de “Diana cazadora” es un magnífico ejemplo.
Descubierto en Útica y fechado en el siglo II dC, la Diosa Diana está representada con un vestido corto mientras blande el arco para disparar con una flecha a una gacela que, a su vez, trata de comer de un olivo (posiblemente, es difícil de decir). Es un mosaico de tamaño mediano, pero cuyo trabajo en el uso de las teselas policromadas ralla la perfección.
El mosaico de Diana es independiente. Sin embargo, muchos otros proceden de mosaicos de gran tamaño, enormes composiciones con escenas diferentes, decoraciones geométricas o vegetales y con una escena central de gran impacto.
El mosaico de “Neptuno y las cuatro estaciones”, de 4,90 x 4,85 metros es uno de ellos. Decoraba el piso de una sala grande con columnas en una casa de Chebba en el siglo III dC. El Dios del mar Neptuno, majestuoso y triunfante, gobierna un carro tirado por hipocampos conducido por un tritón y una nereida. Lo circundan las cuatro estaciones, asociadas a plantas representativas de las mismas: el trigo, el olivo, la vid y las rosas. También se incluyen los trabajos correspondientes a cada estación (evocada por una mujer joven y por el trabajo agrícola asociado a ella). Neptuno reparte fecundidad y abundancia y, además de su mítico tridente, está representado con una aureola de divinidad que se haría popular en el futuro cuando se asocie a los santos de la cristiandad.
Muchos de los mosaicos están dedicados a la descripción de la vida en el campo, entendida como celebración de la riqueza de los señores y propietarios de las grandes villas romanas de la época, precursores del feudalismo medieval. El “Mosaico del Señor Julius” es uno de los más famosos.
En él se muestra la gran villa de Julius, en Cartago, con dos torres y un largo pórtico abierto y circundada por los campesinos mientras están trabajando. constituye el documento más completo de la situación económica y social en el África romana durante el Bajo Imperio (a comienzos del siglo V dC.).
En la parte superior la escena converge hacia la mujer de Julius, propietaria de los terrenos. En el centro el mismo Julius se encuentra representado con su valiosa villa. En la parte inferior, los dueños de la casa reciben ofrendas de sus campesinos, primicias de sus cosechas y productos de caza y pesca, privilegios por dejarles trabajar en sus tierras.
Motivos de caza y pesca, así como de animales en general son muy habituales en la colección de mosaicos del Museo del Bardo. Muchos de ellos son domésticos (gallos, perros, caballos, vacas…), hay numerosos mosaicos referidos a la fauna marina (con peces de diferentes especies, pulpos, delfines, calamares y un largo etc.) pero también los hay de animales salvajes (leones, avestruces…). En otros casos, son escenas de caza tradicionales, con hombres, aves de reclamo o perros de caza, las que ilustran la vida de las gentes de aquella época.
Escenas de la vida de unos hombres en las que aparece de forma predominante el vino y todo lo que con él se relaciona, desde el mismo Dionisios a la recogida de la vendimia o la celebración de la vida con él. Se trata de una simbología de la fructífera agricultura del África de la época.
Tiempo después llegaría el cristianismo que, pese a lo esperado, no rompió definitivamente con el arte del mosaico, que fue adecuadamente aprovechado para la promoción de la nueva fe e incluso para la ilustración de los difuntos en lápidas de tumbas (de similar factura a los retratos pictóricos del Egipto romano).
Un buen número de mosaicos cristianos completan una de las colecciones más fabulosas que he tenido la oportunidad de visitar, la del Museo del Bardo. El Museo también cuenta con algunas piezas arqueológicas de gran valor pero son los mosaicos y el esplendor de sus salas lo que más recuerda el visitante.