Que no se diga que los yacimientos no atraen turistas. Muy ufanos, los aquí presentes retozan en las aguas de la piscina compartiendo baño con columnas y bases. Se están bañando en lo que probablemente fue un estanque sagrado del cercano Templo de Apolo, que se encuentra en plena excavación. Sorprende ver a la gente feliz bañándose entre columnas.
Sorprende, quizá debería ofender o preocupar, pero las cosas son así. Al menos, el resto de la ciudad de Hierápolis está bastante bien recuperada y con suficiente información para los visitantes.
Hierápolis de Frigia está en la actual Pamukkale. Lo que más se conoce de esta ciudad turca son sus famosos castillos de algodón, blanquísimas terrazas de mármol travertino que se formaron cuando el agua de los manantiales de agua caliente de la zona, que desprendían dióxido de carbono al descender por las laderas, fue formando depósitos de piedra caliza. Los sedimentos y precipitados de carbonato cálcico, tan blancos, son los que dan nombre a esta zona tan espectacular que está en peligro de desaparecer.
De hecho, el acceso a parte de los castillos de algodón está cerrado pues son las pisadas y el continuo transito de los turistas una de las razones de su degradación. Las otras tienen que ver con la reducción paulatina del agua en la zona, la aparición de microorganismos que colorean el blanco del travertino o la instalación de infraestructuras como la piscina (que está dentro de un complejo) de la foto inicial (los hoteles que se construyeron en los años 80 fueron convenientemente demolidos).
No obstante, es preciso añadir que en aquellas zonas en las que no hay posibilidad de acceso, el paisaje de los castillos de algodón se vuelve asombroso, bellísimo. Hay una zona preparada para que te mojes los pies (poco más) y está atestada de gente. Poco más allá, sin embargo, la zona con paso restringido brilla con un blanco luminoso dando a entender las razones por las que UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad este magnífico paisaje.
Fueron precisamente las aguas termales de origen volcánico que conformaron el paisaje de los castillos de algodón de la actual Pamukkale las mismas que favorecieron la creación de la antigua Hierápolis.
Se trataba de una ciudad balneario, un lugar de descanso, pero también un lugar donde curarse. Según la teoría, la gente que por su gravedad no podía ser tratada en el prestigioso Asclepion de Pérgamo (la muerte no podía entrar aquí, decían) era enviada a las termas de Hierápolis que se convirtió en el destino de un gran número de enfermos moribundos necesitados de las bondades de las aguas termales.
Y eso se nota nada más comenzar la visita: la necrópolis es enorme, se trata de la más grande de Anatolia y cuenta con hasta 1200 tumbas. Túmulos, sarcófagos, panteones dan un aspecto casi romántico al inicio del recorrido por Hierápolis.
Formas diversas, tamaños grandes y pequeños, sarcófagos destrozados, la hierba creciendo entre tumbas muchos años ha abandonadas, panteones sin techo, relieves de Medusa, protectora local, mirándonos desde hace 2000 años.
Y no sólo los moribundos venían a pasar sus últimos días a Hierápolis, la ciudad también era un destino turístico de primer orden para ricos y personas de clase alta, que venían a disfrutar de sus aguas e instalaciones (y que probablemente también estarían enfermas). Por ello las tumbas repartidas por la gran necrópolis de Hierápolis son tan llamativas: porque pertenecían a gente de dinero. Enferma, pero de dinero.
Sarcófagos para ricos, túmulos para personas importantes, panteones exclusivos para la Primera Clase. La Historia se encargó de saquear las tumbas de aquella gente que poblaba la pequeña ciudad de Hierápolis hasta alcanzar los 70.000 habitantes, una barbaridad para la época.
Hay muchas tumbas que llaman la atención en el recorrido, pero casi no podemos parar en ellas. Algunas, con forma de templo, recrean la vista. En algún caso se puede pasar dentro, como en la Tumba 162, en la que el sarcófago de Marco Aurelio Amiano Menandriano (un empresario textil) decorado con guirnaldas nos espera en uno de los dos patios de la recoleta tumba.
Nos siguen las hordas de turistas (nosotros somos los primeros visitantes de la mañana, la primera invasión) y dejamos el tiempo justo para ver alguna llamativa como las más cercanas a la entrada de la ciudad.
Son cristianas, son las más cercanas en el tiempo: se construyeron aquí pues en el momento de la caída de la ciudad (motivos religiosos y tectónicos en una alianza simpar) las entradas ya estaban en fase de degradación tal que era sencillo construir sobre lo antiguo (pero siempre fuera de las puertas de entrada).
Entre las tumbas aparecen los restos de unos baños romanos. Los griegos, fundadores de la ciudad gracias al rey de Pérgamo Eumenes II, no tenían la costumbre de bañarse por lo que este edificio es claramente de época romana.
Son unas ruinas dignas (se les llama también baños basilicales pues a partir del siglo VI fueron transformados en iglesia) que invitan a continuar el recorrido. Hay otros restos dispersos por toda Hierápolis de la ciudad bizantina: una catedral cercana al Ágora pero sobre todo, en lontananza, los restos de la Iglesia del Martirio de San Felipe.
La llamada Vía de Frontino, la calle principal de la restaurada Hierápolis, es la que recorren a diario los turistas, que pasan por debajo de los arcos de la Puerta de Domiciano, construida por Julio Frontino, procónsul de Asia Menor en los años 82-83, durante el imperio del menor de los Flavios.
Quedamos después arrobados ante la segunda puerta de entrada a la ciudad, la Puerta Norte, donde aprendemos a diferenciar entre las Puertas de estilo típicamente romano (con los arcos abiertos) y las Puertas Bizantinas (con el arco cerrado por la parte superior).
Esta de aquí es bizantina, construida en el siglo V cuando los emperadores bizantinos gobernaban una Constantinopla imbatible. La Puerta y el complejo bizantinos ya fueron construidos con los restos del antiguo Ágora.
La puerta formaba parte de varios edificios y conducía a algunas de las áreas principales de la ciudad. Poco queda, a la izquierda de la puerta, del Ágora o Foro romano.
Alguna columna aislada sobrevive de lo que debió ser la plaza principal de la ciudad. Desparramadas entre la hierba agostada aparecen aquí y allá columnas, capiteles, restos de decoración. Del Ágora no queda demasiado (o no se ha excavado demasiado). El aspecto de la calle principal es otro, está bien conservada, incluyendo las enormes piedras del suelo por las que pasarían carros, caballos y hombres.
A sus lados, restos de columnas pertenecientes a diferentes edificios, entre los que destaca el llamado Ninfeo de los Tritones (llamado asó por los relieves de tritones hallados en piezas de la construcción). Una amazonamaquia decoraba partes de las paredes del templo, cuyas columnas y fuentes daban a la calle principal.
Fuentes de un tamaño portentoso. Alguna se ha reconstruido.Hay que tener en cuenta que la fachada del Ninfeo ocupaba más de 60 metros de la calle principal. Fachada que, junto con los preciosos relieves de delfines, tritones, personificaciones de ríos y estaciones del año y caballitos de mar se vino abajo poco a poco tras los efectos de sucesivos terremotos, muy habituales en esta zona tectónicamente sensible de Anatolia. Cuando se construyó en época de Septimio Severo (sobre el 222 dC) su aspecto debió ser formidable.
Pero donde la Misión Arqueológica Italiana, responsable del lugar, está echando el resto es en el gran Teatro de Hierápolis. Se accede a él a través de una cuesta empinada de cierto desnivel. El Templo de Apolo queda a un lado, también en fase de restauración e inaccesible.
El teatro se construyó en plena época romana, cuando Septimio Severo, ocupando un antiguo teatro flavio. El frontis principal estaba dedicado a Apolo y Artemisa y fue restaurado en 352 dC, como relata una inscripción hallada en el mismo.
A día de hoy, dado que se conservan más del 90% de piezas del escenario, éste se está convirtiendo en el objetivo preferente de la restauración, tratando de convertirlo en el mejor teatro conservado en Turquía. Ya lo dijo en 1840 Baptstin Poujoulat, viajero francés: “No existe en todo el Oriente un teatro mejor conservado que el de Hierápolis”.
Esperemos que los turistas que se bañan en las piscinas, que mojan sus pies en los castillos de algodón y que recorren la Vía Frontina sepan valorarlo.