Estamos a mediados de octubre pero el tiempo es agradable, la mañana es luminosa y el mar está en calma. Nos dirigimos mar adentro en el "Bahía de Santander", una embarcación de 25 metros de eslora, a la búsqueda de aves marinas en plena ruta de migración. El objetivo no es fácil, y no sólo por que las aves marinas sean especialmente difíciles de identificar desde el barco, sino también porque no tenemos nada asegurado: el tiempo ha sido bueno y quizá se hagan las remolonas aún en sus lugares de crianza.
El sol ya está en lo alto, son las diez de la mañana. Es curioso; cualquier otra excursión para ver fauna debería salir temprano, muy temprano, pero aquí no nos hace falta. La mañana avanzada y el barco de Los Regina, en plena bahía de Santander ya está preparado. Habitualmente realiza trayectos turísticos por la bahía, pero en esta ocasión el destino es puramente faunístico.
Las casi 100 personas que ocupamos sus dos cubiertas queremos ver pájaros, al fin y al cabo es una excursión organizada por SEO Birdlife y la empresa de ecoturismo Bahía de Santander. Y sin embargo nos parece encontrar embarcados a compañeros no pajareros.
La mención a la biodramina parece obligatoria, todos quieren tomarse una: las olas alcanzan el metro y medio con facilidad y la gente no se fía. Salimos con dirección nor-nordeste con proa a la mar, olas de viento cortitas y a 8,3 nudos. La línea de migración se sitúa a 3 ó 4 millas al norte, por allí es de esperar que pasen alcatraces, pardelas, gaviotas y otras aves marinas que recorren nuestras costas en otoño en sus rutas post nupciales. Algunas vienen de muy, muy lejos como tendremos tiempo de comprobar en breve.
Es curioso conocer, mientras salimos de la bahía, que de las nueve mil y pico especies de aves identificadas a día de hoy sólo 310 son consideradas aves marinas.
Todas ellas se han adaptado a tan difíciles condiciones de vida: eliminación de la sal, patas palmeadas y una ecología reproductiva muy particular, por ejemplo. Muchas de ellas son casi absolutamente pelágicas, sobrevuelan permanentemente el mar en busca de alimento y sólo se acercan a tierra para criar. Paíños y petreles están en este grupo.
El barco sale por la bahía y se acerca a la Isla de Mouro donde se asienta una colonia de Gaviota patiamarilla (Larus michahellis) y numerosos cormoranes moñudos (Phalacrocorax aristotelis) y cormoranes grandes (Phalacrocorax carbo) miran al infinito con infinita paciencia.
O eso es lo que parece, al fin y al cabo estos cormoranes mantienen sus colonias en el cercano Cabo de Ajo y se acercan a la Isla de Mouro y al Islote de Corvera, que está justo al lado, para comer. Las gaviotas suelen ser un buen indicador de comida disponible y los cormoranes no pierden ripio. Desde lo alto del islote secan sus plumas al estilo de sus parientes cercanos sudamericanos, las anhingas. Es curioso que un ave que depende tanto del medio acuático y que sea tan buena buceadora necesite de los rayos del sol para secarse.
Los cormoranes son invernantes, sobre todo los Cormoranes Grandes, si bien mantienen poblaciones sedentarias en la península, sobre todo el moñudo que es poco dado a la migración. Y no sólo en las costas, cada vez son más frecuentes en ríos y pantanos y cada vez son más perseguidos de forma altruista e injusta por cazadores que consideran que les quitan el premio de su ociosa afición. La silueta rechoncha y recortada de los cormoranes bien vale la defensa que muchas entidades hacen de ellos.
Las gaviotas patiamarillas ocupan gran parte de la Isla. El blanco de sus deyecciones contrasta con la enhiesta figura del faro en la isla. Son bastante numerosas y las gentes de la zona las valoran: al fin y al cabo nidifican aquí. Muchas de las gaviotas que vamos a ver en la excursión pueden venir incluso de Inglaterra. A las del Islote se las mima, al menos por parte de los organizadores.
En la península ibérica se han citado hasta 20 especies de gaviotas, desde la muy común en el interior Gaviota reidora (Larus ridibundus) hasta la pelágica y protegidísima (el 90% de las parejas a nivel mundial crían en nuestro país) Gaviota de Audouin (Larus audouinii) o la más pelágica aún Gaviota de Sabine (Larus sabinii), que sólo aparece por la costa cuando los temporales la empujan a ello.
Pero la que ha vivido una auténtica explosión demográfica en las últimas décadas es la Gaviota Patiamarilla (Larus michahellis) que ahora vemos acercarse al barco en busca de comida. Comida como los restos de la pesca que abandonan los pesqueros, como los residuos urbanos que generamos y acumulamos en vertederos… el amplio espectro alimenticio de la gaviota patiamarilla, un auténtico superviviente, una especie ciertamente invasiva, ha facilitado que vivan en nuestro país alrededor de 80.000 parejas de patiamarillas y la cosa va en ascenso.
La complejidad de los plumajes de los juveniles en función del año y, para más inri, de la estación del año en que las observemos hace que la determinación de las gaviotas sea uno de los ejercicios más complicados que pueda tener un aficionado. Nuestras gaviotas nidificantes nos miran desde la colonia, están ubicadas de forma estratégica y su carácter contribuye también a prevenir la intromisión de predadores.
Salimos de la bahía y el mar se extiende calmo a nuestros pies. Navegamos hasta la línea imaginaria de migración, para poder ver las aves marinas que recorren el Golfo de Vizcaya hasta aquí, pero por ahora no se dejan ver demasiadas. Es llamativo: la península ibérica es un lugar estratégico para observar aves marinas, recibe aves del norte de Europa, del Mar Negro, del Ártico, de Rusia o de la región macaronésica (Canarias, Azores…). Incluso se pueden llegar a observar divagantes procedentes del Caribe, de Norteamérica o de zonas tropicales. Se han llegado a contabilizar hasta 87 especies en esta zona, ¡un 19% del total de aves marinas del mundo¡ Pero hoy no parece ser el día.
De pronto se grita a las tres punto una pareja de Negrones comunes (Melanitta nigra) volando. ¡Patos marinos¡ Un pato eminentemente marino, común en el Cantábrico, una pareja de negrones en paso postnupcial. Y no hay manera de verlos. Es tan difícil, al menos al principio. Ni con prismáticos ni sin ellos. Vuelan raso, nos dicen, cerca de la superficie. Pero no hay suerte. Atrás quedan los patos marinos y nuestras ganas de verlos.
El día sigue soleado y aunque hay gente que se marea (a los que el patrón recomienda fervientemente que no utilicen los baños sino que vomiten, como debe ser, desde la barandilla al mar) nosotros no sentimos los efectos del oleaje. Sí sentimos los efectos de un pequeño desencanto, pero la belleza del mar y el ambiente contribuyen a paliarlo.
Es entonces cuando comienzan a aparecer aves. Al principio tímidamente. Después, gracias al aporte extra de chum (gambas con pan y aceite) su número empieza a aumentar prodigiosamente. Al principio, antes de atraerlas con cebo, nos damos cuenta de que en el horizonte blanquea un ave. Es grande. Está lejos, pero se nota su gran envergadura. Enseguida nos damos cuenta de lo que ocurre: un Alcatraz Atlántico (Morus bassanus) está a la vista. Como es el primero nos emociona enormemente. Bate las alas lentamente, a intervalos regulares, el cuello extendido.
Es, además, un adulto. Su plumaje es blanco níveo, con la punta de las alas (las primaras) negra presentando en la cabeza aún algo del amarillo anaranjado que lucen en verano. Pronto aparece algún otro. Uno de ellos se dirige hacia el barco, le vemos acercarse, los ojos se nos salen de los prismáticos, nos pasa por estribor con rapidez y aparente falta de interés.
Emocionados, nos dirigimos a las láminas que los organizadores han puesto en la cubierta principal. Están sacadas de la magnífica guía de Aves Marinas de Andrew Paterson, publicada por Edilesa y del que guardo como oro en paño un original del autor en casa (la lámina de los albatros). Paterson estaría orgulloso del interés mostrado por pajareros y no pajareros por el Alcatraz Atlántico, el ave marina más grande del Atlántico Norte.
Es normal que sea un adulto. La migración postnupcial de los alcatraces comienza en agosto y sigue un riguroso orden de marcha, contrario al de la migración prenupcial de primavera. Primero juveniles, luego inmaduros y por último, adultos, que vienen a invernar en nuestras costas, atlánticas o mediterráneas.
Es entonces cuando desde la cubierta inferior comienzan a echar el chum por la popa instando al patrón a que de vueltas sobre una zona amplia a cuatro millas de la costa. Las gaviotas, siempre interesadas, comienzan a llegar en enormes bandadas. Ya de por sí es un espectáculo inolvidable.
Pero lo es más cuando comienzan a aparecer invitados especiales al festín, atraídos por la algarabía visual y vocal de las gaviotas patiamarillas y sombrías (Larus fuscus) que se pelean por las gambas cocidas marcadas con unas iniciales curiosas: ZP. De repente, entre las gaviotas aparecen más alcatraces, pero esta vez tenemos jóvenes, inmaduros y adultos, cada uno por su cuenta, eso sí. Sus plumajes cambian con la edad y tenemos alcatraces de negra silueta e inmaduros cada vez más blancos, hasta llegar al precioso y albo plumaje de los adultos de Alcatraz Atlántico.
Uno de los que nos sobrevuelan lleva en las patas los restos de una red de pesca. Quizá eso le imposibilite para llevar una vida normal. Las redes dejadas en mar abierto, los palangres incorrectamente gestionados, las prácticas usureras de muchos pescadores no sólo perjudican a las especies submarinas, a las tortugas, los delfines o los tiburones. Las aves marinas también se ven afectadas por estas prácticas.
De repente comienzan a aparecer a modo de explosiones sobre el agua. Nos las esperábamos, pero no estábamos seguros de poder verlas: son los propios alcatraces, que se zambullen desde lo alto como si fueran misiles.
Es un espectáculo inolvidable, verles bajar como un tiro desde lo alto, la cabeza fija, las alas arrimadas, el chapoteo de la inmersión. Quienes más disfrutan son los fotógrafos profesionales que se han dispuesto en la cubierta inferior, a popa, justo al lado de la fuente de chum.
Quiero creer que sus potentes objetivos, infinitamente mejores que la humilde cámara que yo llevo, deben estar tomando instantáneas maravillosas que ilustren en el futuro artículos en cualquier revista del medio.
Las gaviotas son las protagonistas del acto. Cientos de ellas se pelean por las gambas, luchan entre sí, se zambullen o se disponen cómodamente sobre el agua. El barco sigue dando vueltas, las gaviotas entonces levantan el vuelo todas a una, como asustadas, en el mismo momento que el avistador grita “Skúa a las cinco en punto” y allí aparece un magnífico Págalo Grande (Catharacta skua), un parásito de los mares de gran envergadura. Su plumaje es más oscuro que pardo, lo que puede representar bien un juvenil o un adulto en fase oscura ¡es tan difícil verlo bien¡. En cualquier caso, la mancha alar blanca le delata, como si no le hubiera delatado ya el pavor que ha provocado en la bandada de gaviotas.
A veces puede llegar a matar a una gaviota, nos dicen, en su afán por robarles lo que han pescado. Estos págalos crían en Islandia y en el Norte de Escocia.
A partir de agosto migran en su etapa postnupcial para repartirse por Francia, España y África. Los adultos son poderosos y amenazantes, de pecho abultado, cabeza grande y cuello de toro. El págalo vuelve de vez en cuando a ver que pilla, nosotros nos emocionamos al verle.
Pero pronto surge otro avistamiento, más difícil y complicado de ver aún. Finalmente la vemos: es una Pardela Sombría (Puffinus griseus), recién llegada del mismísimo Cabo de Hornos, en lo más extremo del hemisferio sur. Ver pardelas es el más difícil todavía, son pequeñas, su color pardo se pierde entre las olas, su tamaño es discreto, como su presencia. Sólo los pajareros más avezados pueden divisarlas, primero, para diferenciarlas después.
El viaje transecuatorial de la pardela sombría desde el Cabo de Hornos hasta Islandia tiene parada en España. El tono oscuro de su plumaje debería delatarla, de hecho lo hace para los más experimentados, pero nosotros no somos capaces de verla con claridad.
Sí vemos bien a la pardela capirotada (Puffinus gravis). Se trata de otra migradora transecuatorial, pero si en el caso de la sombría era asombroso, en el caso de la capirotada es fascinante: desde el hemisferio sur pasa por la costa oriental de América del Norte, Sur de Groenlandia, Irlanda y finalmente aquí, al Cantábrico, donde una pardela capirotada aislada trata de hacerse con uno de los manjares del chum, las gambas con aceite y pan por las que discute con las gaviotas. El capirote negro la hace perfectamente distinguible, como su vuelo directo, potente y rápido mientras planea por entre el oleaje.
Aparecen también Pardelas Pichonetas (Puffinus puffinus) e incluso alguien llega a ver la muy escasa Pardela Balear (Puffinus mauretanicus) en plena vuelta hacia sus cuarteles de invernada en el Mediterráneo.
Entre las gaviotas aparece una de un tamaño considerable. Enseguida le distinguimos, vimos uno muy parecido en Irlanda en junio, es un Gavión Atlántico (Larus marinus), un ave maciza, más grande que cualquier otra gaviota: alas cortas y anchas, cuerpo, pico y cabeza muy grandes.
Nuestro Gavión está en el agua, ya ha pescado. Hay un buen número de gaviotas revoloteando a su alrededor, a nuestro alrededor, en una mañana fascinante, apasionante, en la que la gente disfruta, los menos se marean, los más dirigen como pueden sus miradas y prismáticos hacia cielo, donde aparecen fugaces pardelas, raudos págalos, bandos de alcatraces atlánticos en riguroso orden de avance, numerosísimas gaviotas, algún cormorán. Alcatraces jóvenes, inmaduros y adultos, un gavión sobre el mar, pardelas llegadas de allende los mares cruzando en vuelo entre las bandadas de patiamarillas y sombrías gritonas.
Y entonces alguien, entusiasmado, avista alcas comunes (Alca torda) a estribor, una pareja, que vuelan muy bajo, con un aleteo rápido y constante, en línea recta hacia la Bahía de Santander, allá donde nos lleva el barco del mismo nombre, en el que hemos disfrutado de una jornada asombrosa de avistamientos en un marco incomparable, que dirían los poetas tópicos.
Jornada que finaliza en el Museo Marítimo de Santander, donde como no dejan hacer fotos no puedo ilustrar la ilusión que nos hizo disfrutar del complemento perfecto de la excursión mañanera. El cielo por encima del mar que habitan las aves marinas en comparación con los habitantes del Cantábrico, los rapes, cabrachos, morenas, congrios, meros o rodaballos que nadan en las aguas del acuario del Museo como volaban esa misma mañana alcatraces, gaviotas, alcas o pardelas en el luminoso día de octubre que les dedicamos.