Con Pérgamo te pasa lo mismo que con la lejana Cartago. Recorres sus calles, sus caminos y ves a cada lado pequeñas huellas, restos repartidos, alguna estatua, alguna columna… y te preguntas cómo puede pasar una ciudad de la importancia de ambas a ser pasto de la nada y casi, del olvido. La verdad es que Pérgamo nunca se fue. Es difícil, pues su Acrópolis está situada en un altísimo peñasco, a 275 metros de altura, sobre un paisaje imponente en el que se cobija la nueva ciudad de Bérgamo.
En la Acrópolis sí quedan restos, algunos emocionantes como el Teatro o el Templo de Trajano, pero los más casi desaparecidos, huidos en el tiempo al altar de los recuerdos o a espaciosas salas de museos extranjeros.
Con Pérgamo se cometió un delito tan grave como los que se cometieron en Egipto durante el XIX. Los arqueólogos alemanes que trabajaban en la zona tenían el camino abierto: se vivían los últimos años del Imperio Otomano, otrora sinónimo de poder y lujo, ahora símbolo de decaimiento y dejadez.
Así, Carl Humann (1833-1896) hizo enviar empaquetaditos los bloques de su recién descubierto Altar de Zeus a Alemania, un fraude en toda regla del que por supuesto los gobernantes otomanos de la época se lavaron las manos o se las llenaron de dinero.
El caso es que el Altar de Zeus, enorme maravilla de la Acrópolis de Pérgamo reside ahora cómodamente restaurado en una luminosa Sala del Museo de Pérgamo de Berlín (al menos le pusieron el nombre de la ciudad al Museo). Es digno de visitarse, por supuesto, y probablemente la Gigantomaquia de sus paredes luzca mejor y mejor conservada entre las paredes berlinesas pero en la Acrópolis se nota su ausencia, que dos enormes pinos no pueden ocultar.
En realidad, a Pérgamo siempre le han ocurrido estas cosas. Su Biblioteca era muy famosa en la antigüedad, se situaba en segundo lugar entre la de Alejandría y la de su vecina Éfeso. Pero, ay, del encaprichamiento que sufrió Marco Antonio cuando, ya gobernador del Oriente, quiso regalar a su reina Cleopatra de Egipto un presente sin igual: la colección de Pergaminos de la Biblioteca de Pérgamo. Más de 170.000 pergaminos marcharon a Alejandría dejando herida de muerte a la Biblioteca, que sucumbió finalmente a los terremotos posteriores, ya sin alma. En Turquía no queda hoy ni uno sólo de los pergaminos de la Biblioteca de Pérgamo, aunque alguno hay en el British Museum.
Los pergaminos fueron una ocurrencia local ante la carestía de papiro que se vivía en la época, entiendo que por la rápida desaparición de la especie y el control de las fronteras egipcias que prohibía su exportación. La gente de Pérgamo aprovechó la piel de antílopes, cabras y corderos, la afeitaban y bañaban en cal. ¿El resultado? Un soporte en el que se podía borrar lo escrito y utilizar ambas caras, un evidente adelanto en la época que les tocó vivir.
El viento, fuerte en lo alto de la Acrópolis, no hace sino subrayar la pobreza material de los restos de la gran Biblioteca de Pérgamo, pocos vestigios para lo que llegó a ser: sus pergaminos desaparecieron con el voraz fuego que acabó con la Biblioteca de Alejandría bajo la inculta y aberrante mirada del Comandante árabe Ambr Ibn El Asr que dijo que “Salvo el Corán, ningún libro podía existir”; las paredes, techos de madera y columnas se utilizaron para otros edificios; los restos de la copia de la Atenea de Oro del Partenón, que ocupaba una de sus salas principales aún puede verse… sí, en el Museo de Pérgamo de Berlín.
La otra ocasión en la que Pérgamo tuvo mala suerte (o demasiado buena, quien sabe) es cuando el rey Atalo III decidió donar la ciudad estado a Roma, en un momento en el que la República comenzaba a albergar tal poder que el inicio del Imperio se veía cerca. Fue en 133 aC, finalizando toda una saga de reyes atálicos y euménicos que dieron grandeza a la ciudad. Qué digo ciudad, al reino, al mismísimo Reino de Pérgamo, núcleo cultural de primer orden, ciudad nunca conquistada, en guerra permanente con los gálatas o con los ejércitos del inefable Mitrídates del Ponto. Ciudad que con su traspaso a Roma terminó convirtiéndose en la capital de la provincia romana de Asia Menor alcanzando otro momento de oro en su historia. A esta época pertenecen casi todos los restos de la Acrópolis.
La altura a la que está situada facilita su visión desde muy lejos, y asombra. Aunque más debió asombrar en el pasado. Homero comenta en “La Ilíada” que Zeus descendió de su Olimpo hasta la Acrópolis de Pérgamo para observar la guerra de Troya en primera fila. El ascenso es complicado, la carretera de muchas vueltas, pero ello facilita ver algunos barrios de Bérgamo, divisar los restos de los acueductos más largos de Anatolia, con más de 42 Km y con un diseño tal que permitieran el acceso del agua a la Acrópolis o entrever los restos de la llamada Basílica Roja, antiguo Templo de Serapis, declarada Iglesia de San Juan en los albores del cristianismo e identificada como una de las Iglesias de su Libro del Apocalipsis.
La Acrópolis tiene algunos monumentos por los que merece la pena pasear. El Templo de Trajano es uno de ellos. Tanto Trajano como Adriano y como Domiciano antes que ellos trataron bien a las ciudades de Anatolia. Por ello, en casi todos los yacimientos de la zona hay algún templo, algún pórtico, algún edificio público dedicado a alguno de ellos. El Templo de Trajano de Pérgamo, un templo que contaba con tres pisos, se mantuvo mucho tiempo en pie, pasando a ser incluso cárcel con el paso de los años. Los arqueólogos alemanes, los mismos que se llevaron a Berlín el Altar y la estatua de Atenea, lo reconstruyeron y ahora luce espléndido.
Lo ordenó construir su sucesor, el también hispano Adriano, que a la postre terminaría siendo venerado en el mismo templo, estatua colosal mediante, que desapareció como tantas cosas con el paso del tiempo. Se han encontrado, eso sí, dos bustos de estatuas gigantes de Trajano y Adriano que, cómo no, se muestran en el Museo de Pérgamo (al que en diciembre habrá que hacer una entrada específica de este blog). De orden corintio, se construyó en mármol, lo que representó una novedad para Pérgamo, dado que durante el periodo helenístico era la andesita el material preferido para este tipo de edificaciones. La restauración ha logrado que su mera visión emocione, y sentarse bajo el enorme moral que da sombra a sus columnas es un extraño placer para el visitante, como lo es acercarse al borde del Templo y dejar perder la vista en al amplísimo paisaje que se divisa desde la Acrópolis.
Y de andesita son los basamentos de columnas que dan la pobre imagen del otrora impresionante Templo de Atenea / Niké, el templo más antiguo de Pérgamo, donde el rey Eumenes II ofrecía su victoria sobre los gálatas a la Diosa protectora de la ciudad, Atenea. Pero si algo sorprende en Pérgamo es su Teatro.
Y no por su belleza, el teatro de Éfeso o el de Hierápolis le ganan por varios cuerpos. Es por su pendiente, por su ubicación. En la habitual estrategia griega, los teatros de época helénica se situaban a favor de pendiente, aprovechando colinas para ubicar asientos, disponiendo un escenario de madera de forma natural en la parte baja. Pues con Pérgamo se pasaron. El Teatro más inclinado de Anatolia, que dejaba sitio para 8000 espectadores que lo mismo iban para admirar la obra en el escenario de madera que para vislumbrar la amplísima vista que se dejaba ver tras los actores.
La pared que se conserva es de la época del Reino de Pérgamo, probablemente de alguno de los primeros Eumenes, quienes quisieron dejar huella indeleble con la construcción de este teatro. La leyenda dice otra cosa: dos arquitectos se querían casar con la bella hija del gobernador de Pérgamo. Éste se la ofreció al que hiciera la obra más impresionante.
Uno hizo un útil acueducto de grandes dimensiones; el otro este teatro. La necesidad de agua hizo que diera por vencedor al primero pero cuando le fue a dar las monedas de la dote de la hija una cayó por el teatro, revelando la maravillosa acústica que había logrado el segundo arquitecto quien, por supuesto, se llevó a la chica.
Al lado del teatro siempre se suele disponer un Templo dedicado a Dionisio, al que los actores veneraban dejando un poco de tierra en su Altar antes de cada representación. Muy cerca pasa el pasadizo que guardaba la subestructura del Templo de Trajano y por el que ahora se puede pasear para acceder a la zona del Teatro y del ausente Altar de Zeus.
La Pérgamo que se desarrollaba en la cuesta de la Acrópolis y hacia el valle no se puede visitar. Incluye un enorme gimnasio, templos, casas y hasta un teatro. Lo que sí es visitable, pero accediendo en coche pues la distancia es importante, es la otra gran visita de Pérgamo: su Asclepion, el primer hospital para enfermos mentales de la historia y uno de los más famosos de la antigüedad. “Aquí la muerte no puede entrar” decía un letrero en la puerta (normal que no entrase, dado que los enfermos más graves eran derivados al otro gran hospital-balneario de la zona, el de Hierápolis).
La historia de Asclepios, el futuro Esculapio romano y probable Imhotep egipcio (arquitecto de Saqqara), es tan liosa mitológicamente hablando que me contentaré con saber que era un semidios hijo de Apolo, quien lo había recuperado del vientre de su madre después de matarla por celos, y a quien Zeus, su abuelo, terminó lanzándole mortíferos rayos cuando Hades se quejó de que no entraban muertos en el infierno, que Asclepios los curaba a todos. De sus cenizas dicen que salió el remedio de todos los remedios, el ajo, que crece curiosamente entre las ruinas del antiguo hospital.
Se accede al Asclepios a través de la Vía Sagrada o Vía Tecta, de época romana, y que mantiene aún su solado y algunas columnas, lo que da más prestancia a la visita. Cuando ésta acaba se halla la zona de los propiléos en donde se ubica un mojón con el futuro símbolo de la medicina: la serpiente que curaba en vez de matar y que en su momento era el símbolo del mismísimo Asclepios, es decir, bienvenidos a su hospital.
Los tratamientos que se realizaban aquí eran de lo más diverso y llamativo. El entorno ayudaba a ello, pues los estanques y riachuelos se sucedían, los jardines enriquecían el alma, las bibliotecas enriquecían el cerebro. Al fondo, un teatro de ciertas dimensiones era utilizado por los pacientes para olvidar sus enfermedades en una práctica que podría llamarse psicodramas.
Un túnel que ha permanecido intacto durante varios siglos servía para conectar unas áreas del hospital con otras evitando que los pacientes cogieran frío. Por el túnel corría un riachuelillo y someras ventanas se abrían en el techo para dar bloques de luz, creando un ambiente tranquilo para la mirada y el oído, perfecto para pasear y recuperarse. Allí, dicen, es donde los médicos trataban de hablar con los pacientes sin que les oyeran. Y es que en el Asclepios de Pérgamo se puso en marcha por primera vez un trasunto de curas de sueño en las que el paciente había de soñar con el animal que al día siguiente sacrificaría al semidiós quien le dedicaría unas palabras en el túnel. Palabras pronunciadas por los propios médicos, obviamente.
El templo de Teleforo era otro centro de tratamiento singular, un edificio circular por el que los enfermos deambulaban, girando continuamente, pensando, meditando, tranquilizando la paz de espíritu. Innovaciones terapéuticas que llevaron a cabo hombres de la valía de Galeno, el médico personal de los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero y que marcaría la historia de la medicina con sus teorías sobre anatomía. Claudio Galeno ejerció de médico en Pérgamo y fue aquí donde por primera vez vio la sangre en el interior de las venas de un gladiador recientemente fallecido en la arena.
Se trataba de un centro de terapia global que aunaba piscinas para nadar, los baños de lodo y los jardines para pasear, tratamientos científicamente innovadores (como el uso del hachís) que compatibilizaban con los ingresos privados que les mantenían. Pero en algún momento en el tiempo la Fuente Sagrada de la que bebían los enfermos dejó de manar. Los cristianos y los turcos hicieron todo lo posible porque las prácticas sanitarias llevadas a cabo en aquel hospital mítico de la antigüedad desaparecieran como los pergaminos de la Biblioteca de Alejandría que el abominable comandante árabe quemó para mayor gloria de la palabra de su Dios, quien, en caso de existir, supongo que se hubiera preocupado mucho por las acciones de sus seguidores.
Por suerte, Pérgamo aún sigue alentando la imaginación de quien la visita desde las alturas de su imposible Acrópolis.