30 de enero de 2022

Ocatarinetabelachitchix

 #MaestrosInolvidables

Supongo que lo hizo con todas las herramientas que tenía a mano, pero quiero creer que no las seleccionaba al azar. Sigo convencido, aún después de tantos años, de que pensaba en mí, y en todos los que eran como yo, cuando obligaba a dirigir miradas perdidas, a veces adormecidas, hacia él. Como sacadas de una bolsa de chamán, sus historias salían con facilidad, como medicinas contra lecciones sin brillo, mezclando sabiamente las pinceladas sueltas de Velázquez con la biogeografía de la Sierra de Guadarrama, los textos de Delibes y sus ratas con los campos de Castilla necesitados de atención.

Lo hizo desde el primer día, nada más empezar, declamando ilusionado las palabras de un personaje secundario de una obra de primera, verbalizando los textos de un maestro del guion, Goscinny, y mostrando en una diapositiva la versatilidad de otro maestro, éste del dibujo: Uderzo. Maestros ayudando a maestros. Lo de estar subido a hombros de gigantes, pero utilizando el cómic como base sobre la que generar interés, la fluidez de las palabras como atrayente de atenciones, la frescura de las viñetas como fuente de inspiración.

Y, por fin pude escuchar, ésta vez con una voz distinta a la mía propia, las palabras de Ocatarinetabelachitchix al acercarse a las costas de su amada Córcega, las palabras del guerrero orgulloso, las del corso susceptible, transformadas en apasionada enseñanza por un maestro que puso el corazón en su discurso y el alma en su mensaje. Encendiendo la llama de aquellos, como yo, a los que éste estaba dirigido.

"Este perfume ligero y sutil, hecho de tomillo y de almendro, de higuera y de castaño... ese soplo imperceptible de pino, ese toque de artemisia, esa pizca de romero y de lavanda... ¡amigos míos, ese perfume es Córcega!

- "¡Están locos estos corsos!" responde Obélix cuando Ocatarinetabelachitchix se tira al agua desde la galera al ver las costas de Córcega, impaciente.

- "Bah, !hagamos como él¡" decide Astérix, lanzándose a un Mediterráneo que tenía perfume de langosta, de erizo de mar, de cigala.

Se llamaba Luis Balaguer y también tenía ese punto de locura: se tiró al agua, solo que Córcega eran las caras de los chavales a los que había que enseñar y que también llegaron a sentir el perfume del tomillo y la artemisia en sus palabras, encendiendo chispas de resplandor permanente entre aquellos que ilusionados o adormecidos, le escuchaban en las largas tardes de otoño de la carrera.