26 de marzo de 2007

Lecturas de estos días

La esperanza está siempre presente en este demoledor ensayo de Ryszard Kapuscinsnski sobre la situación humana de la Unión Soviética. Sus experiencias se mezclan con las historias de personas, comunidades e incluso edificios o paisajes, dándo voz a quienes de una forma u otra (casi siempre trágica) vivieron los horrores del estalinismo y la pobreza material y en muchos casos espiritual de uno de los últimos imperios que el hombre ha construido a base de sangre y fuego en su historia.

"El Imperio" es un recorrido por las comunidades que formaban la antigua URSS, desde la frontera con Polonia al Pacífico, del Círculo Polar Ártico hasta la frontera con Afganistán. Y todo ello en un momento crucial de la historia del siglo XX, la debacle de la Unión Soviética (no prevista ni siquiera por los politólogos americanos), una desintegración que ya se veía venir y que expresan con voces diferentes y con historias diversas los pobladores de Siberia, los del Cáucaso, los de Georgia, los turcos, los cristianos ortodoxos, los pobres de necesidad, los maestros, los políticos, los de Ucrania, los uzbekos, los pescadores del Mar de Aral, los supervivientes de las multitudinarias masacres estalinistas, los que recuerdan la brutalidad del zarismo y de los bolcheviques...

Cuánto poder desperdiciado. Cuánto sufrimiento generado. ¿Está siempre el hombre avocado a configurar sus sociedades basándose en la desigualdad, el terror (y su hijo pequeño, el miedo) y la minusvaloración de los derechos humanos? ¿Cuántos imperios han desaparecido que estaban basados en la supremacía de unos pocos sobre el resto? Pero ahora, en el siglo XXI, ¿estamos libres de esta lacra, tan íntimamente relacionada con la naturaleza humana? qué categórico es todo...

Y sin embargo, como tantas veces se ha dicho, esa naturaleza humana es capaz de lo peor pero también de lo mejor. Sólo hay que echar una ojeada al espléndido libro de Daniel Kehlmann "La Medición del Mundo".

Alexander Von Humboldt es uno de los nombres más importantes de la historia de la ciencia. Este peculiar alemán, acompañado por el gran botánico Monpland recorrió en el siglo XVIII América del Sur, recolectando, midiendo, entrevistando, visitando, probando y elaborando un inmenso trabajo que maravilló a sos coetáneos y que asombra en la actualidad.

La vida de este hombre es narrada, con sus (grandes) defectos y sus (también grandes) proezas en este magnífico libro que, en un juego asombroso de concatenación de episodios narra también la vida del "príncipe de las matemáticas", Carl Friedrich Gauss, el de la campana, el astrónomo alemán que de la misma forma que Humbold marcó un antes y un después en la historia de la ciencia.

El encuentro entre ambas figuras, uno el viajero y aventurero que escaló volcanes y recorrió selvas y probó en sí mismo (y en Bonpland) el Curare y el otro, el excéntrico matemático que abandona el lecho conyugal en plena noche de bodas para anotar la fórmula para corregir por aproximación los errores de medición de las órbitas planetarias, es uno de esos momentos que más placer pueden proporcionar leyendo.

Humbold y Gauss (y Bonpland, al que siempre se olvida mencionar) son ejemplos de flaquezas y debilidades de carácter pero también de las hazañas (y no en el campo de batalla precisamente) que nuestra naturaleza concede, en muy pocas ocasiones, a alguno de nuestros representantes en el mundo.

De algunos de esos representantes, en este caso de algunos de los primeros, trata la entretenida novela de Juan Luis Arsuaga "Al otro lado de la niebla".


Como divulgador, los éxitos del biólogo y paleontólogo Juan Luis Arsuaga son enormes: "La especie elegida", "El collar del neandertal" o "Amalur" (habitualmente escritos a pachas con Ignacio Martínez) están en muchas bibliotecas (como la mía) y todavía en los estantes de la fnac. Cuando escribió esta novela, al menos yo no confiaba en su calidad y creí sinceramente en un posible aprovechamiento del éxito de sus anteriores obras (en la línea de los impresionantes descubrimientos habidos en Atapuerca de cuyo Yacimiento es Codirector).

Craso error. Arsuaga, en el prólogo, ya se adelanta avisando que en esta historia protagonizada por uno de los primeros "Soñadores" (entre los que se podrían incluir perfectamente en el futuro a Humboldt, Gauss, Bonpland o Kapuscinski) el rico lenguaje castellano utilizado no debe asustar como no lo hacen las pequeñas asperezas de la ruta al caminante.

La historia de Piojo, su maestro, los hombres águila o los caníbales de más allá del desierto de los demonios danzantes es un relato de la edad de piedra pero cuyo espíritu trasciende las épocas, dado que los orgullosos, violentos, inteligentes y cantarines hombres prehistóricos no son sino una imagen deformada por el paso del tiempo de los brutales ejecutores de "El Imperio" de Kapuscinsiki o de los brillantes y valientes postulados de Humbold y Gauss.

¿Qué queda de aquellos espíritus iniciáticos en las personas que habitamos en el mundo ahora? ¿Qué queda de Piojo, Gata o Viento del Norte en los protagonistas de "Sábado" de Ian Mc Ewan? Es "Sábado" una obra que, en mi opinión, se queda por debajo de la impresionante "Expiación" pero a la altura de "Amsterdam" por citar alguna otra obra de este magnífico escritor inglés.

Los personajes de "Sábado" deambulan por un mundo muy diferente al imperio soviético, la Alemania del XVIII o el neolítico ibérico. Es el mundo actual, con identidades muy reconocibles: un neurocirujano, una abogada de éxito, sus hijos (un músico y una poeta) y su abuelo, otro poeta anciano y orgulloso. Pero también un mafioso enfermo de poca monta que les va a amargar una reunión familiar enmarcada en las multitudinarias manifestaciones en contra de la ilegal guerra de Irak de 2003.

Esta gente, aún pensando de forma radicalmente diferente a sus antecesores les igualan en el talento y en la duda, en las debilidades y en la grandeza, en los sentimientos y en la valentía. Ante una azarosa situación de crisis (si bien ésta tarda en llegar en el lento desarrollo de la trama) la familia de Henry Perowne reacciona a placer para que el autor exponga las miserias de la sociedad actual pero también sus logros. De la Sociedad y de cada uno de los que formamos parte de ella.

No parece que, a pesar de las amenazas de fundamentalistas religiosos, racistas o nacionalistas (por seguir el lúcido discurso de Kapuscinsiki), se pueda poner en peligro nuesta acomodada forma de vida, basada en el bienestar social aún con sus oportunidades de mejora.

Y sin embargo, sociedades (e imperios) de fuertes pero inestables basamentos desaparecieron de la faz de la tierra por más que sus habitantes nunca creyeran que ello fuera a ocurrir.


La batalla de Adrianópolis del año 378 d.C (o d.n.e.) en lo que es ahora la Turquía europea acabó con la vida del Emperador romano Valente y con él, las últimas legiones romanas, vencidas por el Jefe Visigodo Fritigerno luchando con cierta desesperación y arrojo contra un imperio, el romano, cuyo momento comenzaba a pasar.

"El Faro de Alejandría", de Gillian Bradshaw, es una fenomenal novela histórica en la que Caris de Éfeso, una muchacha de rango ha de huir de un futuro nada halagüeño con el cruel gobernador romano de Éfeso. Pero es una huida hacia delante en la que, como mujer, tiene difícil poder dedicarse a lo que verdaderamente siente como propio: ser médico.

El argumento es ciertamente banal. Pero el desarrollo es extraordinario, dado que permite visitar las colonias de Alejandría (Egipto), Éfeso (Turquía) y la Tracia del imperio romano de occidente en sus postrimerías del siglo IV y asistir a un momento clave en la historia de la civilización occidental: la caida del imperio romano por las tribus godas que, unas veces aliadas y otras veces enemigas, acabaron con una de las más fascinantes sociedades que el hombre ha construido.

Con sangre y fuego, desde luego, pero este Imperio también se contruyó con leyes, con perspectivas globales, con una lengua común... dejándonos un legado inmenso que generaciones posteriores, particularmente en la Edad Media, casi hacen desaparecer.

Es conmovedora e inquietante la impotencia que Caris de Éfeso siente al vivir el inicio de la decadencia del Imperio (contra el que en su juventud se mostró rebelde) ante la acometida de otra sociedad, la goda, menos avanzada pero más decidida y tan beligerante como la romana lo fue.

Magnífica novela histórica del tipo de las que se leen rápido y fácil pero sin obviar una buena documentación y un desarrollo de personajes aceptable. Además, la época no suele ser muy habitual en el género, lo que la hace más interesante.

Éste Imperio, como el Soviético, desapareció. Pero nos dejó un legado del que fueron partícipes tanto los científicos del XVIII como las generaciones del Siglo XXI. Un legado basado en las tan traídas y llevadas fortalezas y debilidades del carácter humano, presentes desde el inicio de los tiempos y razón última de desmanes y logros que nos trasladan estas obras literarias de gran fuerza y, si se me permite, calidad.

Vamos ahora con la decimonovena novela de la Saga de Aubrey y Maturin del gran Patrick O'Brian, "Los Cien Días", que a buen seguro ofrecerá momentos igualmente inolvidables.

17 de marzo de 2007

Las esculturas ibéricas del Museo de Albacete

Un prestigioso guerrero ibero monta un caballo pertrechado para hacer una incursión, batallar contra una centuria romana o simplemente, evidenciar su elevado rango entre los de su tribu. Este guerrero en piedra nos mira desde hace más de veinticinco siglos, cuando sus compañeros decidieron esculpir su efigie para honrarle a su muerte, situándola encima de su sepultura, que albergaba su cuerpo cremado junto con algunos objetos y armas de calidad acordes con la posición jerárquica del inhumado.

Los iberos no eran un pueblo dado a construir grandiosos templos ni colosales edificios civiles. Vivian en oppidas sencillos, con un par de vías principales alrededor de las cuales se ubicaban las chozas de arcilla y tejado de paja características de estos asentamientos. Formidables murallas coloridas protegían el poblado cuando era necesario y, situada extramuros, se encontraba la necrópolis, donde se enterraba con esplendor de piedra a los miembros de la tribu destacados por su posición. Muestra de ello son imponentes conjuntos escultóricos como el de Pozo Moro, en el Museo Arqueológico Nacional o el de Cerrillo Blanco , en el Museo de Jaén.

Muchas de las esculturas iberas expuestas en diferentes museos se hallaron en este conexto funerario. Tal es el caso de las esculturas ibéricas del Museo de Albacete.

Curiosamente, fueron muchas veces los propios iberos quienes, años más tarde de la inhumación, tiraron abajo estas esculturas, quebrando sus formas y significados, en una época en la que el enterramiento pasó a ser menos espectacular.

Por eso muchas de estas figuras aparecen fragmentadas y deterioradas. El tiempo pasado también ha influido mucho en su estado de conservación.


En algunos casos, las figuras representan figuras mitológicas como esfinges (como la de Haches, en la foto superior o la de Bazalote) o grifos habitualmente denominadas "bichas" por los lugareños que las hallaron en su momento (especialmente en el siglo XIX). Estas figuras posiblemente se ubicaran en las esquinas de los monumentos funerarios más espectaculares, como el de Pozo Moro. Quizá como función protectora. Quizá como aviso del poder del allí enterrado.
Mención especial merecen las damas oferentes del Cerro de los Santos, en Montealegre del Castillo (Albacete). En su momento, este lugar albergó un manantial que los habitantes de la zona consideraban centro de peregrinación, con evidente significado religioso o mágico. En el Cerro de los Santos se han hallado multitud de damas oferentes de piedra, algunas figuras masculinas también, así como otros muchos objetos interpretados como ofrendas traidas por los viajeros visitantes del templo que se levantaba en el Cerro.

El hallazgo de estas figuras (interpretadas como vírgenes y santos por los campesinos que las encontraban al principio) fue decisivo a la hora de traer de vuelta del olvido a los pueblos iberos prerromanos de la península ibérica que, a falta de grandes templos o construcciones emblemáticas tan habituales de las sociedades de la época, dejaron como testigo de su presencia figuras esculpidas en piedra como demostración de su poder y posición.