Según la tradición, el Dux, el más alto representante de la Serenísima República de Venecia, tenía por costumbre asomarse por entre las dos columnas de mármol rojo de Verona de su imponente Palacio en diferentes ocasiones: en los momentos en que había que leer condenas a muerte, cuando se ejecutaban dichas condenas o en momentos de celebración (el Carnaval, como el mayor de todos). Y ahí estriba la esencia de la antigua y poderosa República de Venecia, en esa mezcla cautivadora de ostentación, poder, comercio y apertura.
Venecia aprovechó la ocasión. De hecho, es una de las pocas ciudades que no vio la necesidad de construir murallas o estructuras defensivas. Para eso ya contaba con el aislamiento que le proporcionaba la laguna. El largo puente que une la ciudad con el continente no se construyó hasta 1846 por lo que la única comunicación que existía con el exterior era marítima. Y Venecia lo aprovechó para bien, haciéndose con la mayor flota naviera comercial y de guerra y convirtiéndose en la potencia mundial de la época.
Y todo ello sin monarquías ni reyes por ningún lado. La República de Venecia se congratulaba de no necesitarlos y por eso sus Dogos (Dux) eran elegidos más o menos democráticamente por una serie de familias importantes. Y el cargo era vitalicio. Y para representar poderío, qué menos que un palacio espectacular: el Palacio Ducal sito en uno de los lugares más impresionantes de la ya de por sí impresionante ciudad de Venecia: la Plaza de San Marcos.
A San Marcos (bueno, a lo que quedaba de él) se lo trajeron unos cuantos venecianos desde Alejandría, donde supuestamente robaron el cuerpo del Santo y, escondiéndolo entre verduras y carnes, lo sacaron del país y lo llevaron a Venecia, donde pronto se convirtió en la competencia de San Teodoro, el otro patrón de referencia de la ciudad. El caso es que para tener al Santo bien enterrado se construyó una de las más maravillosas iglesias de la Cristiandad, la Basílica de San Marcos, que ejerció durante mucho tiempo de iglesia casi civil, dado que estaba ubicada pared con pared con el palacio ducal y que se avenía a las necesidades de los Dogos.
La Plaza se completa con otros edificios portentosos: el Campanile, la Torre del Reloj, la Biblioteca Marciana y las Viejas y Nuevas Procuradurías. Fue Napoleón el que la denominó "El Salón más bello del mundo" antes de destruirla parcialmente para construir su propio palacio. Una plaza enorme y evocadora con algunas de las visitas más interesantes para todo aquel interesado en la historia de la antigüedad.
Qué mejor que acercare a la Piazza San Marcos por el agua. Muchos vaporettos te dejan en una parada muy cerquita de la plaza, a la que se accede a través de algunos puestos de venta dedicados a los turistas (atención, algunos merecen muy mucho la pena, sus máscaras son bien diferentes de las demás). Y lo primero que ves al llegar son las imponentes columnas que sirven de antesala a la piazza. Antes eran símbolo de mala suerte y los venecianos no querían pasar entre ellas.
El que allí se ajusticiara a los condenados a muerte (mientras el Dux lo veía desde el palacio) quizá tuviera algo que ver. Dicen que en origen eran tres columnas pero que la tercera nunca pudo ser recuperada de su caída al mar. Para elevar las dos restantes, procedentes posiblemente de Constantinopla, tuvieron que esperar años hasta que un tal Nicola Staratonio tuvo la genial idea en 1172 de atar maromas mojadas a las columnas que, según se iba secando levantaban pocos centímetros las inmensas columnas, justo lo necesario para ir metiendo sacos de arena en el hueco. Y así se consiguió elevar estas imponentes columnas de granito oriental.
Por cierto, como recompensa a Staratonio (quien también proyectó el primer puente de Rialto) se le permitió abrir allí una casa de juegos que le hizo rico. Parece que no estaba mal tener ideas buenas en la antigua Venecia. Los que tenían mala suerte eran los ejecutados, a quienes se les ponía líricamente de cara a la torre del reloj (justo enfrente) para que pudieran ver su última hora.
Encima de las columnas hay sendas estatuas muy interesantes, que a día de hoy son copias para evitar la degradación de las originales que se muestran en los Museos Venecianos y el Palacio del Dux. En la primera está la estatua de Todaro (San Teodoro de Amasya), santo bizantino y primer patrono de la ciudad, quien está matando un dragón como si tal cosa. Curiosamente, se cree que la cabeza del Santo pertenece a un retrato del inefable rey Mitrídates del Ponto (infatigable enemigo de la república romana), el torso a una estatua de Adriano mientras que extremidades y dragón pertenecerían al siglo XIV.
La otra columna está habitada por un león alado, símbolo del evangelista San Marcos (no podía ser de otra forma). Sin embargo se trata de un león que no lo es: es una quimera probablemente etrusca o sasánida a la que le añadieron las alas a posteriori (algunos optan incluso por un origen chino). Napoleón se la llevó a París en el XIX y volvió muy desgastada, habiendo perdido el brillo dorado de antaño y algunas de sus piezas (que tuvieron que ser reemplazadas). Las columnas representan un cambio fundamental:el paso de ciudad bizantina a capital de la república Serenissima y por eso son tan importantes.
Desde la dársena de la laguna, y a través de las columnas, se entra en la Piazzeta. A lo largo de los siglos, numerosos terremotos e incendios han acabado con los emblemáticos edificios de esta zona. Sin embargo, una y otra vez han sido reconstruidos (y además, siendo encargados a los mejores arquitectos y artistas de cada época). Por eso la Plaza de San Marcos es un lugar simbólico y fundamental.
Hace muy buen tiempo cuando entramos en la Piazzeta, la antesala a la Piazza. Numerosos grupos de turistas abarrotan la plaza, muchos de ellos hacen cola para entrar en la Basílica o para subir al Campanile. La Basílica nos trae recuerdos, enseguida, de Estambul, tanto le debe Venecia a la ciudad del cuerno de oro. El Campanile es imponente, pero es que toda la plaza redunda armonía. Nos fijamos en el Palacio Ducal, a la izquierda. Elegancia y refinamiento, mármoles blancos y rojos, pórticos sosteniendo ligeras galerías de enorme belleza que a su vez sostienen un edificio enorme. Y no tiene ningún aspecto de fortaleza inexpugnable a la defensiva (como suele pasar con otros palacios de la época): el mar y la potente flota veneciana eran más que suficientes.
Aquí vivía el Dux y tomaba protagonismo la vida política y legislativa de la ciudad. De hecho, aquí se reunían numerosos Consejos que gobernaban la ciudad: el Consejo Mayor, el Consejo de Sabios, el temido Consejo de los Diez... Los miembros del Consejo Mayor, una especie de parlamento de la época, se reunían en la grandiosa Sala del Consejo Mayor, de de 53 metros de longitud y donde, abarrotada, se sentaban los más de dos mil consejeros que tenía la República. Pertenecían a casas nobles y su número creció tanto que en 1319 se vieron obligados a cortar el acceso al Consejo. Por eso, los nobles que con el tiempo vinieron a menos y se arruinaron eran fácilmente comprables por quien no podía ejercer el voto directamente.
El Dux era un puesto vitalicio, sólo podía "abdicar" en casos muy extremos, pero su poder no era total: estaba sometido a la ciudad. Muestra de ello son las numerosas figuras de Dogos arrodillados frente a simbólicos leones de San Marcos en humilde apostura.
Otra pista la dan los retratos de dogos de la gran Sala del Consejo Mayor: alguno está tapado en un negro acusador; se trata de algún dogo corrupto que no merece constar entre las decenas de personas que llegaron a tan alta condición (por cierto que todos los retratos de Dogos no hacen sino dar compañía al impresionante Paraíso de Tintoretto, que pintó ya anciano y que ocupa una extensión enorme). Recorrer las Salas del Palacio Ducal es un placer, no te dejan hacer fotos con lo que poco se puede mostrar. Recuerdo la especial impresión que nos provocó la Sala de los Mapas, en la que mapas del Mediterráneo cubren las paredes y dos inmensos globos terráqueos que proporcionan una personalidad al Palacio que lo alejan de las habituales residencias reales.
Pero es que el Palacio no sólo servía de Residencia de los Dogos o de sede de los Consejos. También aquí se administraba justicia y sus pasillos llevaban a modernas prisiones donde fueron encerrados prisioneros tan famosos como el mismísimo Casanova, quien finalmente logró escapar de su prisión de techo de plomo.
El Palacio cuenta con celdas oscuras y húmedas, salas de tortura y celdas soleadas y bien aireadas para los mejores prisioneros. Las recorremos, sus puertas tienen mil y un formas de cerrajes, sus pasillos son estrechos, la luz no fluye con facilidad... de vez en cuando surge algún patio luminoso (donde posiblemente se dispusiera la venta de vino no aguado para los prisioneros y que fue apreciado por los venecianos, que se acercaban a comprarlo).
De repente nos damos cuenta de que estamos pasando a través del Puente de los Suspiros, uno de los emblemas de Venecia que actualmente está en proceso de restauración. De todos es conocida la leyenda que dice que los condenados suspiraban a su paso por el puente, pues sería su última visión del exterior.
Ahora está medio tapado por publicidad (curiosa la opción de los italianos para ocultar monumentos en restauración) pero sigue siendo imponente. Casanova debió pasar por allí antes de ser encerrado en su celda, donde aprovecharía las láminas de plomo del techo para escribir sus memorias antes de escapar en 1756.
En el interior del Palacio también merece la pena acercarse a la Escalera de los Gigantes, que da al primer piso del edificio, coronada por dos enormes estatuas de Marte y Neptuno que realzan la vista que se tiene desde la Puerta de la Carta.
Esta Puerta es una de las más famosas de la Piazza. Su nombre viene de los escribanos que se detenían aquí para escribir lo que otros no podían cuando tenían que presentar documentación al ente administrativo de la República (sito en el propio Palacio).
La Puerta de la Carta se sitúa entre el Palacio y la Basílica y en su momento el dorado de los metales y el color de sus pinturas debía asombrar a todo el que la veía. La Justicia, San Marcos y el consabido Dux postrado ante su león caracterizan la Puerta.
Este Dogo en concreto es uno de los dos más nombrados, se trata de Francesco Foscari, el Dux de mandato más largo (1423-1457), con mayor intervención en guerras y más fastuosa vida. Al final, el Consejo de los Diez le obligó a renunciar a su puesto después de desterrar a su hijo.
El otro Dogo más conocido es Enrico Dandolo, elegido cuando ya era anciano y que protagonizó uno de los episodios más importantes de la historia de la República: su participación en la Cuarta Cruzada, en 1204. Constantinopla fue arrasada por los mismos cruzados cuyo destino era protegerla, arrasada y robados todos sus tesoros, de los que la Basílica de San Marcos da una buena muestra.
De hecho, si rodeamos desde la Puerta de la Carta hacia la Basílica encontramos empotrada en la esquina una de esas obras de arte de la antigüedad emocionantes y conocidas: los Tetrarcas (Diocleciano, Maximiano, Constancio Cloro y Galenio), altorrelieve en pórfido egipcio de los responsables del Imperio Romano en una época convulsa en la que Diocleciano decidió repartir el poder para una mejor gestión del gigante con pies de barro. Esta escultura ha viajado mucho y con el saqueo de Constantinopla volvió a Italia, a ser observada por los visitantes de la Piazza San Marcos antes de entrar en el Campanile o en la mismísima Basílica, a la que ya entramos.