En el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford (www.oum.ox.ac.uk) resuenan voces del pasado, la voz del buldog de Darwin, Huxley, en su famosa discusión con el Obispo Wilberforce; la voz de los primeros descubridores de huesos de dinosaurios y la voz apagada de la más famosa ave extinguida de la historia, el dodo.
Y todo ello en un marco impresionante, un edificio victoriano bellísimo que fue inaugurado en 1860 y cuyo fin es dar acogida a dos museos muy especiales, el de Historia Natural y el Pitt Rivers Museum, especializado en antropología (y aparentemente, abigarrado de objetos).
Esta catedral de la ciencia (como les gusta denominarla a los científicos de la Universidad de Oxford) es incluso más espectacular en su interior, pues la exposición principal está ubicada en un Gran Salón techado con un tejado de cristal que soportan 30 columnas de hierro rodeadas de cuatro arcadas que dan lugar a un llamativo claustro en el que se mezcla la maestría de la ingeniería victoriana y la belleza del gótico.
La iluminación que proporciona este tejado hace de este Museo algo único, la verdad. En la entrada hay dos cosas que llaman la atención enseguida. En primer lugar una curiosa exposición exterior: Ghost Trees, en la que esqueletos de árboles traídos desde los bosques lluviosos primarios del este de África sirven de penosos embajadores de los excesos empresariales de nuestra sociedad del primer mundo sobre aquellos que no pueden defenderse.
Y justo a la entrada del Museo un pequeño monolito recuerda una de esas escenas que se asientan en la memoria de todos los que amamos la ciencia. El 30 de junio de 1860 tuvo lugar aquí en la Universidad de Oxford el encendido debate entre Thomas Henry Huxley, uno de los mayores defensores de las teorías recién publicadas en “El Origen de las Especies” de Charles Darwin y el obispo Samuel jabonoso Wilberforce, el contendiente más famoso contrario a las mismas. Dos ilustrados científicos, dos oradores excepcionales que dejaron su huella entre estas paredes. Lo que pasó aquí se considera uno de los debates científicos más apasionantes de la historia de la ciencia. Gracias a eltamiz.com tenemos las palabras textuales que dejó escritas el zoólogo Alfred newton días después de la discusión:
En la Sección de Historia Natural tuvimos otro apasionado debate darwiniano [...] Refiriéndose a lo que Huxley había dicho dos días antes, sobre que al fin y al cabo no le importaría saber si descendía de un gorila o no, el obispo se mofó de él y le preguntó si tenía preferencia por descender de él por parte de padre o de madre. Esto dio a Huxley la oportunidad de decir que antes preferiría ser familia de un simio que de un hombre como el propio obispo, que utilizaba tan vilmente sus habilidades oratorias para tratar de destruir, mediante una muestra de autoridad, una discusión libre sobre lo que era o no verdad, y le recordó que en lo que se refiere a las ciencias físicas la “autoridad” siempre había acabado siendo destronada por la investigación, como podía verse en los casos de la astronomía y la geología. A continuación atacó los argumentos del obispo y mostró cómo no se correspondían con los hechos, y cómo el obispo no sabía nada de lo que había estado hablando [...] La impresión de los asistentes fue muy contraria al obispo.
Pasamos al interior de esta catedral de la ciencia. La iluminación natural es, efectivamente, sorprendente. La entrada es gratuita y la tienda, donde se pueden comprar muchas y variadas cosas está a la izquierda. Entre ellas, el librito “The Oxford Dodo” que tiene como protagonista al icono del museo, al mismísimo Dodo (Raphus cucullatus). Éste era nuestro objetivo principal, pues ya sabíamos que en Oxford se guardan restos de uno de los pocos dodos que sobrevivieron disecados desde el siglo XVIII.
En el libro ya te aclaran que la historia de que echaron a quemar al dodo disecado después de verlo deteriorado en una limpieza general a finales del siglo XVIII (y de los que un anónimo guardián de sala salvó las patas y la cabeza) parece ser más una leyenda urbana que una historia verdadera. Pero la realidad es que es aquí, en Oxford, donde se guardan algunos de los únicos restos de tejidos que quedan del dodo.
Recientemente se han descubierto en Mauricio restos de un buen número de dodos que han proporcionado importante información sobre esta emblemática especie, pero Oxford siempre ha sido el referente a tener en cuenta y la pobre y deteriorada cabeza y las patas (por supuesto, se exponen copias de las mismas) se convirtieron en foco de peregrinación para científicos y aficionados al medio natural. De hecho, es lo que a mí me pasó, claro. Todo lo que hay del dodo en Oxford se expone en una vitrina que incluye los casts, un esqueleto recompuesto a partir de múltiples huesos de varios dodos y una reconstrucción de la famosa paloma.
En el Museo de Historia Natural de Oxford todo se expone en este tipo de vitrinas, intercambiando fósiles, animales naturalizados, piezas variadas, reconstrucciones… La verdad es que es una forma cómoda de ver el museo. Entre vitrina y vitrina se ubican numerosos esqueletos de animales, entre los que destaca la llamada Parada de los Esqueletos, realmente llamativa, pero también esqueletos de animales ya extinguidos (sí, ¡también hay un Moa!), grandes peces, grandes mamíferos, ballenas y, por supuesto, dinosaurios.
Un poco más arriba he incluido la foto de uno de los dinosaurios más famosos de la historia: Iguanodon, que junto con Megalosaurus y Camptosaurus, se convierten en los primeros dinosaurios descritos por la ciencia. Y lo fueron aquí, en Oxford. Fue en 1677 y a partir de un hueso de Megalosaurus hallado en Oxfordshire. El Doctor Robert Plot lo mencionó en su libro “The natural history of Oxfordshire” pensando que era un hueso de uno de los elefantes que bien pudieron traer los romanos a Britania.
El caso es ya en pleno siglo XIX uno de los geólogos más famosos de Inglaterra, William Buckland, a quien se le dedican o se le menciona en un buen número de vitrinas del Museo, ante el hallazgo de nuevos huesos tuvo la oportunidad de contrastarlos con el anatomista francés por excelencia de la época, George Cuvier (de visita en Oxford), quien ligó los huesos a grandes reptiles a los que terminó dando nombre Richard Owen en 1842.
Camptosaurus e Iguanodon fueron también de los primeros en ser identificados y es quizá Iguanodon, con su espectacular esqueleto dispuesto en medio del Gran Salón del Museo, el que más llama la atención por ser el primer dinosaurio descrito y a partir del cual se abrió un nuevo escenario dentro del mundo científico. La historia del cirujano Gideón Mantell enviando a Cuvier y a William Buckland los dientes de Iguanodon hallados con su mujer Mary Ann en Susex es apasionante. La historia les dio la razón.
Buckland aparece una y otra vez por el museo. El cuerpo principal de las colecciones de fósiles y minerales del museo era suya. Se le puede encontrar mencionado en el Megalosaurus, en los restos de la Hiena de Yorkshrire o en los del primer hombre del paleolítico hallado en Inglaterra, la llamada “Red lady of Paviland”.
Se trata de los restos de un enterramiento del Paleolítico (sobre 34.000 años) hallado en el sur de Gales en el que los huesos de un hombre joven (interpretado como una mujer en la época) fueron pintados de rojo. En el enterramiento se hallaron otros huesos de animales (osos, mamuts…) así como artículos de decoración en marfil.
Por cierto, en la cueva donde fueron hallados se han encontrado muchas otras cosas, desde monedas romanas hasta botellas de whisky de época victoriana…
Siendo los restos del ser humano más antiguo de Gran Bretaña la verdad es que ahora ocupan una posición un tanto escondida, lateral. De hecho, se sitúan justo al lado de otro de los puntos fuertes del museo, la Baldosa de piedra con Selenopeltis.
Es un resto fósil enorme y que merece atención, por supuesto. Se trata, efectivamente, de una gran losa de piedra en la que, literalmente, nadan un gran número de trilobites de tres especies.
Esta losa procede de hace 450 millones de años, en pleno Ordovícico, cuando varios trilobites de los géneros Selenopeltis (con largas espinas a los lados), Calymenella (grandes y alargados) y Dalamanitina (los más pequeños, con una larga espina posterior que termina configurando una especie de cola) nadaban en un mar que ahora se ha convertido en los desiertos de Marruecos.
Y así seguimos recorriendo el museo, de fósil en fósil (huevos de dinosaurio, los restos del gigantesco reptil marino Temnodontosaurus, numerosas copias de esqueletos –con el Tyrannosaurus rex de rigor-, etc), de vitrina en vitrina, de esqueleto en esqueleto.
El Museo, por cierto, mantenía una exigua exposición temporal sobre Elizabeth Philpot y Mary Anning, las dos cazadoras de fósiles más famosas del XIX, que incluía algunos de los fósiles recogidos por estas asombrosas señoras.
Del Museo nos gusta tanto el contenido como el continente. Además de meteoritos, de cangrejos gigantes y de múltiples especies de animales disecadas, en el Museo hay que mirar con placer las columnas de hierro, los arcos ingenieriles, las estatuas de famosos científicos y pensadores ubicadas en cada arco (véase a Darwin aquí, con las piernas cruzadas).
Todo ello sin olvidar que es una institución del siglo XXI que se encumbra sobre los hombros de los gigantes de los siglos XIX y XX, momento en el que ya hacía décadas que, en una isla perdida en medio del Océano Índico, una regordeta ave había desaparecido a causa de los excesos del ser humano y de aquellos seres que le acompañaban en su viaje (ratas, gatos…), una modesta paloma que ahora sirve de símbolo al encantador Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford.