Esparcidas por encima de un túmulo ubicado entre las piedras de la muralla del tercer recinto: allí acabaron por decisión propia en los años 30 las cenizas de Antonio Molinero, uno de los descubridores del Castro de la Mesa de Miranda, en Ávila. Molinero sentía tal amor por el castro vettón que quiso permanecer para siempre entre sus piedras, al estilo de Auguste Mariette, el destacado egiptólogo del XIX que yace momificado a la entrada del Museo Egipcio de El Cairo… but I digress…
El Castro de la Mesa de Miranda es un lugar espectacular. Y no sólo por la espléndida reconstrucción que de algunas de sus partes han llevado a cabo los expertos de la Junta de Castilla y León sino, sobre todo, por su paisaje. Aún siendo un abril procedente de un invierno poco lluvioso, el verdor de los pastos contrasta con el verde ceniza de las copas de las encinas que, adehesadas, crean el mejor escenario donde se pueden lucir las ruinas de la población vettona.
Eran los vettones gente de cuidado. Celtas aguerridos pendientes de la ganadería y belicosos vecinos de otras tribus cercanas. Y sin embargo, el castro de la Mesa de Miranda es la historia de un fracaso. Es la historia de la derrota ante una civilización seguro que más poderosa, pero sobre todo más avanzada, la sociedad romana de la época.
Estamos hablando de un poblado vettón que duró muchos siglos, del VI antes de nuestra era al primero en positivo. Mientras tanto, el poblado se fue ampliando, creciendo en murallas y en recintos. La factura de estas infraestructuras mejoró ostensiblemente con el tiempo….pero no sólo por la mejor técnica asociada al avance de los tiempos. No sólo por eso. También los enemigos influyeron.
Las primeras murallas están realizadas con piedras de modesto tamaño y organización más dispersa. La defensa ante vecinos por un quítame allá ese verraco no necesitaba más. Las murallas del tercer y último recinto son de rocas, de piedras de un porte excepcional, para hacer frente a un enemigo también excepcional: Roma.
Entre esas piedras se esconde el túmulo donde Molinero quiso que esparcieran sus cenizas. La muralla había llegado a ocupar parte de la necrópolis exterior, que, como en la mayor parte de culturas antiguas florecía en los accesos al Oppidum. Se denomina la Necrópolis de la Osera porque desde la Edad Media los agricultores encontraban al arar un buen número de huesos que dieron nombre al lugar.
En él destacan algunos menhires enhiestos todavía y algunos túmulos al estilo de los panteones de alcurnia actuales. La sociedad estaba claramente jerarquizada y no todo el mundo se enterraba igual. Eso queda patente en la necrópolis, callada presencia de antiguos guerreros rota por el ulular de las abubillas.
Algunas espadas de antenas típicas de esta cultura indígena se han hallado en sus más de 2300 tumbas abiertas, ubicadas hacia el Sur, particularmente en las de los aristócratas guerreros de lo más alto de la pirámide social. Los muertos eran incinerados tras un rito que han conservado, seguramente exagerado, las obras de los autores romanos de la época. Después de verter miel y vino, el cuerpo del vettón fallecido era incinerado en una pira cercana al poblado y recogidos sus restos por los más allegados, que los enterraban en una urna o incluso en un hoyo en el suelo (la clase lo decidía).
Y cerca de la necrópolis, la inmensa superficie de 29 ha. del castro. A diferencia del cercano Castro de Ulaca, éste no pareció ser abandonado a toda prisa. Aquí todavía se diferencian muchas de las estructuras del poblado que los vettones hubieron de abandonar instigados por el conquistador romano, que les impuso la vida en la meseta, donde llevar a cabo un trabajo agrario más controlable que la vida en un castro, siempre situado en la altura de los cerros, entre ríos y pendientes, de difícil acceso y costosos asedios.
Aún así, los vettones no se lo pusieron fácil. Aliados de los lusitanos, los vettones (que se repartían por Ávila, Salamanca, Toledo, Cáceres, Badajoz…) tomaron partido contra el invasor romano en muchas de las guerras celtibéricas que sacudieron la península durante los siglos II y I antes de nuestra era. Al final de las guerras civiles, el Castro de Miranda fue abandonado (seguramente sobre el 133 a.C.).
Atrás quedaron años de lucha y de defensa de la plaza. El castro contaba con unas defensas naturales de primer orden, en lo alto del cerro varios de los accesos estaban imposibilitados por accesos de enorme pendiente. El resto estaba amurallado y protegido por un amplio foso.
Muy característico de estas tribus es el campo de piedras hincadas, bien conservado en la Mesa de Miranda. Si pasear por ellas es difícil, cuán complicado no sería si se realizase a caballo desbocado. Barrera efectiva, desde luego, las piedras plantadas dejando poca iniciativa al azar e impidiendo el paso a los invasores.
El primer recinto (de tres) es el más antiguo y el más grande. Dentro se ubicaba el poblado propiamente dicho. Y mientras que las murallas y las infraestructuras se conservan bien no pasa lo mismo con los restos de las casas, cubiertos por el encinar (con algún piorno y algún majuelo despistados entre ellos). Sorprende la presencia de una gran casa en plena labor de excavación. Su privilegiada situación y su gran superficie nos habla del elevado nivel social de sus habitantes. El hogar aún parece calentar el resto del edificio.
Se ven algunos restos de molinos de mano por entre las encinas carpetanas. Sin embargo, las encinas desaparecen en la zona de la muralla. Dos enormes puertas flanqueadas por torres circulares y posiblemente con empalizadas protegían el acceso principal al castro. Otra puerta de muralla fue cegada de antiguo, eliminando un posible acceso vulnerable.
Las murallas eran de doble composición, de doble paramento, pues si una parte caía, otra permanecería ejerciendo su labor. Quizá por ello se han conservado (aún restauradas) con ese aspecto tan imponente.
El segundo recinto tendría un papel más relacionado con la producción o el almacenamiento de productos o animales. Estaba completamente rodeado de una muralla que se conserva bien, destacando una torre circular donde se sitúa ahora un mirador desde el que se ve lo que el poblado ocupaba y los menhires a modo de mojón identificativo de cada familia inhumada en la necrópolis de la Osera.
Pudieron ser mojones también los famosos verracos característicos de la cultura vettona. No sólo los famosos “Toros de Guisando”, muchos verracos han sido hallados allá por donde los vettones se situaron, incluso en las propias murallas de Ávila. Su significado continúa siendo un misterio, que se dice. Es verdad que pudieron tener algún significado mágico o como espíritu protector de la tribu.
También pudieron ser un símbolo del pueblo vetton o un mero localizador de tierras de cada propietario. El caso es que se han encontrado cientos de verracos de piedra, algunos excelentemente conservados, como el que se expone en una placita del pueblo abulense más cercano al castro, Chamartín, donde se ubica un Centro de Interpretación ciertamente valorable.
Está muy enfocado a un público no especializado, pero no por ello deja de ser serio y permite aprender posiblemente mucho más que con otros más especializados. La reproducciones en maqueta del Castro de la Mesa de Miranda así como la presencia de imitaciones de piezas para tocar e imaginar posibles usos son algunas de las cosas que más sorprenden del Centro.
Allí mismo nos encontramos con nuestro guía, Jacinto, que nos acompañó en la visita al Castro. Amable y cordial, amplió nuestro conocimiento sobre la cultura romana, nos contó anécdotas acerca del castro y su hallazgo, bromeamos acerca de la jerarquía de los túmulos de la necrópolis y nos enseñó algunas cosas no incluidas en la ruta habitual, como una presunta pintura rupestre escondida bajo una piedra de gran porte que quiere recordar a un caballo y su jinete.
El entorno en el que está ubicado el Castro hace que pasear por él resulte grato, convirtiendo la visita en inolvidable. Algo así debieron pensar también los vettones que vivieron allá hace 2.500 años.