"Toda la gran galería central y las cámaras laterales estaban ocupadas por montones de momias y sarcófagos, abiertos y fragmentados; saqueados por los ladrones coptos y árabes que se llevaron los objetos valiosos, y por todas partes una gran cantidad de momias, algunas en estado lamentable, con las vendas, el pecho y las caras desgarradas, incluso algunas con la marca de las visitas de las hienas". Éstas son las palabras de uno de los arqueólogos que accedieron al interior de la tumba del príncipe Jaemuaset, uno de los hijos de Ramsés III, enterrado allá por el 1200 antes de nuestra era.
A Ramsés III se le considera el último de los grandes faraones de Egipto. Como es natural, tuvo una descendencia amplia, quizás no tan fértil como la de Ramsés II, pero sí tuvo unos cuantos príncipes que trataron de no desvirtuar su legado. Lamentablemente, no fue así, pero esa es otra historia. La Tumba de Jaemuaset (o Khaemuaset), que falleció mucho después que su progenitor y que fue enterrado en época de Ramsés IV en el Valle de las Reinas, es una tumba muy bonita. La descripción que se hace de ella es la siguiente:
La sepultura de Jaemuaset es una de las más bellas de la Dinastía 20 y reproduce una tumba real a tamaño reducido. Fue enterrado bajo el reinado de Ramsés IV, según reza una inscripción en su sarcófago, lo que indica que debió de sobrevivir a su padre. Tiene unos 30 metros de longitud y su enorme sarcófago monolítico de granito fue hallado in situ por la Misión Italiana. Su momia no se encontró en la tumba sino que estaba escondida en el escondrijo de Deir el Bahari. Una constante en todas las tumbas de este reinado es la presencia del faraón Ramsés III, su padre, acompañando a los príncipes. El siempre se encuentra representado en talla superior a la de sus hijos para indicar la jerarquía. Por su parte, el príncipe en pie ataviado con una coleta lateral, signo de la niñez, acompaña a su padre para que su progenitor le introduzca ante la asamblea de dioses, para que le facilite la estabilidad y la protección que necesita. Debemos hacer mención especial a la riqueza del vestuario, a las telas translúcidas, a los delicados plisados, así como a los detalles de la joyería de la época, algo que no ocurre en las tumbas anteriores a este reinado.
Los vaivenes de la historia hicieron mella en las tumbas del Valle de los Reyes y en el de las Reinas. Ya en época faraónica, y sobre todo en momentos de crisis, muchas de las tumbas reales fueron violadas y robados sus tesoros. La de Jamuaset no se libró, claro. Los sacerdotes de Amón salvaron su momia, como las momias de tantos otros personajes importantes de las dinastías XVIII a la XX, escondiéndolas en varios hipogeos que no serían descubiertos hasta muchos años más tarde.
Mientras tanto, las tumbas reales fueron reutilizadas de forma recurrente en algunos casos. La de Jamuaset fue vuelta a usar cerca del 750 antes de nuestra Era. Los sacerdotes del cercano Templo de Karnak decidieron utilizar las tumbas para acoger a personajes de estirpe no real, entre los que se encontraron los jardineros del Templo, en concreto, los cultivadores de la flor de loto del Templo de Amón.
Y el tiempo pasó, y los cristianos coptos hicieron su aparición y aprovecharon la tumba. Y los árabes mucho tiempo después, también. Y, como se pudo demostrar, también los carroñeros de la fauna africana con capacidad para acceder a ubicaciones como las tumbas, las hienas.
No fue hasta 1903 en que el arqueólogo italiano Ernesto Schiaparelli redescubrió la tumba QV44. Schiaparelli, contemporáneo de Carter, fue también descubridor de la famosa Tumba de Nefertari en el Valle de las Reinas (se dice que equivalente en belleza a la Tumba de Seti I en el Valle de los Reyes, ambas de acceso restringido). La sensación de Schiaparelli y su equipo debió ser de un asombro difícil de describir. Allí, delante de ellos, entre las silenciosas figuras pintadas en las paredes, delante de los retratos de Ramsés III, de Anubis y de los hijos del faraón se encontraba un maremagno de sarcófagos violentados, en azarosa disposición. Entre ellos, restos de momias, de vendas, de piezas de sarcófagos rotos y de sarcófagos interiores. También alguna figura de adoración, algún ushebti, algún vaso Canopo.
Muchos de ellos, reunidos ahora por vez primera en mucho, mucho tiempo, se exponen con una delicadeza y un cuidado excepcionales en la Exposición “Sarcófagos del Antiguo Egipto” en el Museu Egipci de Barcelona, propiedad y creación de la Fundación Clòs, creada por el hostelero y empresario catalán del mismo nombre.
El Museo es pequeño y, además del gusto con el que están distribuidas las piezas, cuenta con algunas realmente asombrosas y excepcionales. Su tienda tiene cosas más interesantes que el propio Museo Egipcio de El Cairo. Y ahora trae esta exposición, la mejor que han tenido según ellos, a la Ciudad Condal.
Estos Sarcófagos (salvo seis completos) se guardaban en los almacenes del Museo Egipcio de Turín, junto a otros miles de piezas que esperan a su puesta de largo para con el público, fenómeno al que no son ajenos grandes Museos como el mencionado de El Cairo. Tampoco hay que irse tan lejos, el mismo Museo del Prado sufre esta situación.
Los de Turín han dado su visto bueno y han cedido de forma temporal los sarcófagos de los jardineros de Karnak, de los cultivadores de la flor de loto, que nos miran desde hace miles de años desde la abrigada protección de sus sarcófagos. Éstos representaban un seguro para la otra vida, a la que los egipcios eran tan aficionados. Cuantas más protecciones, místicas y físicas, tuviera el sarcófago del fallecido, en mejor situación se encontraría éste en la otra vida.
Por eso los sarcófagos son tan sorprendentes. Están cubiertos de símbolos, jeroglíficos y figuras que, cual letanías, configuran la mejor protección para el difunto, además del tratamiento que el cuerpo debía haber soportado ya: momificación, impregnación de aceites, inclusión de amuletos varios, perfume de ungüentos olorosos y vendas para mantener su integridad.
Algunos de los difuntos, como Mentuirdis (aquí al lado), tuvieron derecho a una protección extra. Y es que cuantos más textos jeroglíficos y representaciones divinas pudieran disponerse en la superficie del sarcófago, mejor podía llevar a cabo su función protectora para el difunto. Esta capacidad podía incrementarse enormemente utilizando más de un sarcófago para la contención de la momia. De Menturirdis, simple jardinero de Amón, se exponen en la Exposición del Museu Egipci la caja del sarcófago exterior, el sarcófago intermedio y el sarcófago interior; un conjunto muy llamativo donde, de acuerdo con la información de la exposición, figuran la mayor parte de elementos iconográficos utilizados en esta época: rostro del difunto, peluca tripartita, barba postiza y el gran collar usej dominan la parte frontal de las tapas; sobre la cabeza y en la base suelen disponerse discos solares apareciendo y ocultándose en el horizonte; y en el interior, divinidades protectoras de gran tamaño, especialmente Ptah-Sokar-Osiris, Nut, Isis, Neftis o la diosa de Occidente.
La mirada limpia de Mentuirdis coincide con la del Jefe de los Cultivadores de la Flor de Loto de Amón, Nesjonsuenejys, y con la de tantos otros jardineros cuyos sarcófagos se exponen. De uno de ellos, Harua I (tío de Harua II, también jardinero del Templo) también se expone su momia, recuperada y restaurada para la ocasión por el equipo del Museu Egipci). No es un caso inhabitual. En las tumbas de Jaemuaset (hasta ahora no he comentado que también se han encontrado más sarcófagos en la tumba de su hermano Setherjepeshef, QV43) se han identificado hasta cinco generaciones de una saga familiar de jardineros Cultivadores de la flor de loto en el templo de Amón.
¿Porqué era tan importante la flor de loto? De las dos especies de Flor de Loto presentes en Egipto, al menos en aquella época, era la Flor de Loto Azul (Nymphaea caerulea), a diferencia de la Flor de Loto banca (Nymphaea alba), la que era considerada como representativa de la divinidad y cultivada en los Templos de millones de años y en los de adoración a los Dioses (en particular, a Amón). La información de la exposición lo resume fantásticamente.
Se ha documentado ampliamente la existencia de jardines vinculados al templo de Amón en Karnak. Tenían como finalidad el cultivo de plantas dedicadas al culto del dios entre las que el loto jugó un destacado papel. La flor del loto azul se cierra y se sumerge bajo el agua por la noche, para abrirse de nuevo y aflorar a la superficie cuando amanece; por esta razón los egipcios la asociaron al sol, que también muere y nace cada día, y más concretamente al concepto de renovación de la vida. Una carga simbólica tan significativa justifica que en numerosos objetos o representaciones aparezca el motivo del loto, muchas veces pintado o asociado al color azul, el mismo color de dos elementos que también evocan los conceptos de vida y renacimiento: el cielo y las aguas primordiales. Uno, morada de eternidad de los seres divinos; las otras, escenario de la primera manifestación divina. Dioses y seres humanos aspiraron el oloroso y relajante perfume de la flor de loto, esperando potenciar su capacidad de renovación y, por tanto, de supervivencia.
Como colofón a la exposición, pequeña pero muy llamativa pues reúne la colección de sarcófagos, fotografías antiguas de la excavación (y una cámara de la época), documentación de Schiaparelli, una reconstrucción del hallazgo y una selección de piezas en las que se subraya la importancia que la flor de loto azul tuvo para los antiguos egipcios. Cerámicas azules que representan figuras (impresionante hipopótamo) o útiles decorados (plato azul con dibujo de pez) comparten espacio con pinturas y relieves de tumbas y templos en los que dioses y difuntos mantienen una íntima relación con el loto azul (en la decoración pictórica mural de la foto, las posibles bailarinas se sitúan frente a una flor de loto).
Pero además, la exposición incluye algunos de los restos hallados en la tumba (más bien poquitos) entre los que destaca, por su capacidad evocadora, el ramillete de flores que algún sacerdote debió dejar sobre el sarcófago de un cultivador de flor de loto para hacer más sencillo su tránsito al otro mundo.