Pues sí, parece que “La Gioconda”, la más que probable mujer de Francesco Bartolomeo di Zanoli del Giocondo, la Señora Lisa Gherardini, nos sonríe veladamente desde uno de los grandes Salones del Museo del Louvre. Tiene justo enfrente un monumental cuadro del Veronés, unas Bodas de Caná de seis y pico metros de alto por nueve metros de ancho al que casi nadie hace caso. La atención está centrada en el pequeño retrato de la Mona Lisa de unas dimensiones más que modestas (77x53 cm).
Hay decenas de personas apelotonadas en un semicírculo alrededor de la obra de Leonardo da Vinci. Se multiplican los flashes y los embates por acercarse al cordón de seguridad y ver la obra más de cerca. ¿Verla? Tengo mis dudas. Creo sinceramente que los valores estéticos o artísticos de la obra quedan en un segundo plano frente al icono del siglo XX, que curiosamente se pintó en 1503. Además, la distancia a la que hay que ver la Gioconda no facilita en nada su presumible admiración. Es más útil comprar la postal y mirarla de cerca. Pero lo más desasosegante es que estoy seguro que al 95% de los visitantes que se pegan codazos por acercarse a la famosa obra, ésta les importa un bledo.
No puedo decir que yo sea una excepción. La Mona Lisa es famosa por sí misma y por la rocambolesca historia que ha tenido detrás. Además, ha generado un sinfín de obras acogidas a la sombra de su célebre sonrisa. Recuerdo el libro “La vida privada de Mona Lisa” de Pierre La Mure, del año 75, que tanto me costó encontrar en la Cuesta de Moyano. Por lo menos, para ver la Mona Lisa, fuimos “documentados”. Pero no es menos cierto que la expectación que genera se limita a la visita fugaz, la fotografía o vídeo que de fe de su visión y que la obra maestra de Leonardo da Vinci pasa absolutamente desapercibida. Curioso: pasar desapercibido siendo el foco de atención de todos.
Francisco I compró La Gioconda a Leonardo da Vinci, posiblemente en vida, en 1519. Leonardo se lo había llevado a Francia pues a pesar de pintarlo a principios del siglo XVI en Florencia aún no lo consideraba terminado. Por eso hay tanta especulación sobre la verdadera modelo del cuadro, llegándose a proponer incluso que se trata de un autoretrato del propio Leonardo en versión femenina. El caso es que La Gioconda posiblemente ha perdido cierta importancia en el ámbito artístico (como ideal femenino, influencia destacable en el arte italiano y europeo de los siglos venideros) y la ha ganado en el más fácil ámbito del icono moderno.
El Louvre, como ya he repetido varias veces, es inabarcable. Y a las grandes obras maestras de la arqueología se le une lo más granado del arte en pintura. Es como si El Prado se fundiera con el Museo Arqueológico o el British Museum con la National Gallery. Por eso hay tanto que ver que todo puede terminar siendo confuso. Por eso me limitaré a llamar la atención por algunas de las obras que más nos llamaron la atención.
Como suele pasar en este tipo de museos, el fondo viene de las adquisiciones de aquellos reyes o monarcas a los que les gustaba ejercer de mecenas y a los embargos y daciones posteriores de iglesias, conventos y particulares. La escuela francesa es, como no podía ser de otra forma, la más representada, seguida de las escuelas italiana y flamenca. Pero hay un poco de todo, desde luego los Palacios del Louvre dan para esto y más.
Escuela Francesa
Estoy obligado a hacer un resumen, por lo que me quedo con pocas obras francesas. Llama la atención, por supuesto, este cuadro de la Escuela de Fontainebleau en el que la hermana de Gabrielle d’Estrées, amante y favorita del rey Enrique IV, le pellizca el pezón mientras se están bañando. Desde luego es un motivo insólito y ciertamente provocador en la pintura del siglo XVI. La favorita enseña orgullosa una sortija de compromiso, símbolo de fidelidad. Ambas hermanas aparecen con actitud de reserva y sus pieles son pálidas y blanquecinas. La simbología de la época refiere que el gesto, el pellizco, representa ni más ni menos que el estado de buena esperanza de la amante, fiel, del rey Enrique IV. Es decir, es un cuadro dedicado al próximo nacimiento de un príncipe.
Muchos años más tarde, Jacques-Louis David dejó su impronta en la historia de la pintura francesa pintando cuadros que terminarían convirtiéndose en las imágenes casi periodísticas del periodo convulsivo que le tocó vivir. La coronación en Nôtre Dame el Emperador Napoleón, de gigantesco formato, evidente valor histórico y asombrosa delicadeza en su confección es uno de los más conocidos.
David, además, se guarda un asiento de lujo en la Coronación, en uno de los Palcos principales. Napoleón le encargó cuatro cuadros sobre este tema, pero les dedicó tantos años que sólo pudo acabar dos. Diez metros para rememorar la jornada del 2 de diciembre de 1804, cuando Napoleón es coronado emperador por el Papa Pío VII… y él mismo dispone la corona sobre Josefina, hecho que David eligió como motivo central de esta sorprendente obra.
Y sin embargo, por mucho que me gustase la coronación, yo me quedo con el retrato de Madame Récamier, de 1800, que está justo enfrente. No sólo es bonito, es delicado y sensible. Según la wikipedia, “Juliette Récamier, esposa de un banquero, era una de las jóvenes más notables y bellas de su época. Tenía un salón en el que se reunían los realistas, partidarios de una restauración borbónica y contrarios a Napoleón y concurrido por intelectuales como Jacques-Louis David o Chateaubriand. Cuando se realizó este cuadro contaba con 23 años. Por estar relacionada con escritores antimonárquicos, y negarse a ser dama de honor de Josefina, acabó siendo exiliada por Napoléon. David la retrata como una heroína de la República o protagonista del Imperio, pero al estilo romano antiguo, cuando ideológicamente era opuesta a ambas cosas. Se la ve desde la distancia, de tal manera que el rostro parece bastante pequeño, lo que al final hace que se trate menos de un retrato de una persona y más de un ideal de elegancia femenina. Aparece así como una moderna virgen vestal con la mirada desenfadada, pero con el cuerpo girado para indicar castidad. Este tipo de mobiliario romano acababa de ser descubierto gracias a las entonces recientes excavaciones arqueológicas en Pompeya y Herculano.”
De la Escuela Francesa son también las soberbias obras hechas para los Salones de Arte del siglo XIX compuestas por Delacroix (como La libertad guiando al pueblo) o Géricault (con la balsa de la medusa), en todos los casos iconos de la pintura francesa. Como lo puede ser el “Oficial de cazadores de la guardia imperial”, también de Géricault, obra donde el autor da una lección maestra de arte ecuestre e histórico.
Escuela Italiana
Además del retrato de Lisa Gherardini, hay otras obras de Leonardo da Vinci en el Louvre. Una de las más sorprendentes es un San Juan Bautista considerado la última obra del artista italiano. Perfecta demostración de la técnica del claroscuro, el sonriente Bautista señala hacía el cielo con el índice iluminado por la luz de la que carece el resto de la obra. Hay también una Virgen de las Rocas y una Virgen con niño Jesús y Santa Ana muy llamativas.
En el mismo pasillo donde se ubica el San Juan Bautista se exponen las Cuatro estaciones de Arcimboldo. Giuseppe Arcimboldo fue un artista milanés puramente manierista que realizaba sorprendentes composiciones con objetos de todo tipo, pero sobre todo flores y frutas, con los que conseguía espectaculares acabados. Los cuatro cuadros de Las Cuatro Estaciones son los más conocidos.
Pero más allá de todo esto, uno de los protagonistas de la escuela italiana mejor representado en el Louvre es Michelangelo Merisi, il Caravaggio del que La buenaventura es la obra más conocida.
Siendo como era, un bohemio empedernido, aprovechaba cualquier circunstancia para dejar constancia de ello. Eso no quiere decir que no mantuviera contactos con mecenas y coleccionistas aristocráticos. Pero no por ello dejaba de mostrar en sus cuadros la realidad que vivía en las calles. De Judith y Holofernes a la Salomé con la cabeza del bautista, en todos los casos gentes de las calles aparecen como protagonistas de grandes épicas históricas, mitológicas o religiosas.
En La buenaventura no necesita aparentar nada, representa una escena de la época de forma realista y con talento.
Escuela Española
Una sala grande e iluminada acoge las obras de maestros españoles del Louvre. El Greco, Goya, Murillo, Ribera, Zurbarán… el Louvre cuenta incluso con un paisaje de El Escorial de un artista anónimo.
Antes de que sus bienes se subastaran públicamente, Yves Saint Laurent legó al Louvre el retrato que Goya hizo en 1741 del niño Luis María Cistué, de 2 años, hijo de un jurista muy próximo a Carlos IV y de una dama de compañía de la Reina María Luisa de Parma. Retratado a los dos años con su perrito, el niño mira ahora desde una pared del Louvre (curiosamente, el Prado también trató de hacerse con la obra).
Pero el niño más famoso de la colección española es el llamado El piojoso de Murillo. Un pobre mendigo andrajoso, sucio, descalzo, harapiento. Le ilumina una luz pardo amarillenta que resalta todavía más la miseria de la imagen, la miseria del mensaje. Tenebrismo anticipado, lo llamarían.
La verdad es que los pintores españoles fueron maestros en este tema, desde Velázquez a Ribera, del que también tiene el Louvre un llamativo El patizambo, habitual mendigo pícaro de la época.
Escuela Flamenca y Germánica
El prestamista y su esposa, de Quentin Metsys, de 1514, es otra de esas obras que destacan en el catálogo del Louvre. Una inscrpción latina en el marco de este cuadro mencionaba: "Que la balanza sea justa y el peso parejo". Luego parece claro que la intención de este cuadro de la escuela flamenca es de índole moralizante: la mujer observa pensativa con su libro de oración en las manos los tejemanejes económicos que su marido está haciendo delante de ella. El espejo de la mesa, con el característico paisaje reflejado, recuerda al Matrimonio Arnolfini de Van Eyck (en la National Gallery), lo que induce a pensar que, aún siendo maravillosa, esta obra puede ser una copia de un Van Eyck perdido.
El astrónomo de Vermeer hace pareja con La Encajera. Es otra de esas obras de pequeño formato pero que con tanta delicadeza realizó el maestro holandés allá por 1668.
Un globo celeste y un astrolabio definen la profesión del personaje que se encuentra en un ambiente relajado, silencioso, meditativo, con la única luz de la ventana iluminando su estudio de trabajo. Una encantadora obra maestra.
Y puede que no se consideren como tal los numerosos retratos de personajes de la época que pueblan el Louvre. Hay de todo pero yo me quedo con el retrato que el alemán Hans Holbein el Joven pintó en 1549 de Anne de Clêves, la cuarta esposa de Enrique VIII (impresiona verlo) o alguno de los retratos del mismísimo competidor del rey inglés, el rey francés Francisco I, como el de Jean Clouet, con quien comenzábamos este relato mencionando cómo le había comprado a Leonardo su Mona Lisa.