Ya lo avisa la estación de tren de Hampton Court: éste es el hogar de Enrique VIII y a él están dedicadas la mayoría de exposiciones, rutas e incluso escenas en vivo que se ofrecen en el Palacio de Hampton Court (http://www.hrp.org.uk/hamptoncourtpalace/). A quien le guste la época de los Tudor, ésta es su visita, sin lugar a dudas. A pesar de ello, hace un par de siglos, en época georgiana hubo intención de derruirlo y construir un nuevo palacio para los nuevos reyes.
Menos mal que se les acabó el dinero a media obra y sólo echaron abajo la mitad del complejo, entre ellos los aposentos reales de Enrique VIII y Catalina de Aragón.
Y por eso el Palacio de Hampton Court parece tener dos almas: la de época Tudor (siglo XVI), en la parte principal, la fachada del Oeste; y la habitual de los palacios del siglo XVII, en la parte trasera, la fachada del Este, que recuerda a La Granja o a un pequeño Versalles y que fue construida por Sir Christopher Wren para Guillermo III. Y esa variedad (aún sintiendo lástima por lo desaparecido) enriquece la visita al Palacio y te obliga a dedicarle prácticamente un día para verlo con detalle.
Para llegar a Hampton Court es necesario coger un tren de los South West Trains en Waterloo (suelen salir a las 06 y a las 36) y en apenas media hora (con diez paradas, Wimbledon incluido) te pones en la estación de Hampton Court, muy cerca del Palacio una vez cruzado el río Támesis. Al pasar, unas cuantas fochas y unas parejas de porrones comunes nadan en las heladas aguas del mes de diciembre.
Cruzamos a través del puente en dirección al Palacio. El acceso actual a Hampton Court es a través de la carretera pero en su momento era el Támesis el que acercaba a los visitantes al complejo palaciego. Nos reciben las impresionantes figuras del unicornio y el león de la Puerta del Trofeo, que es posterior a la época de Enrique VIII pero que causa un gran impacto visual. La huella de Sir Christopher Wren ya empieza a ser visible. Al fin y al cabo no sólo construyó la nueva ala de la fachada Este sino que también remodeló y reconstruyó la parte Tudor (por ejemplo, esta puerta).
Pasada la puerta justo a la izquierda se sitúa una de las más grandes tiendas del Palacio (donde comprar las figuras de tela de Enrique VIII y todas sus esposas a 7,95 libras cada una) así como la entrada. Y, al fondo, después de un pequeño trecho se llega a la fachada principal, la Oeste, que data de la época en la que el Cardenal Wolsey mandó construir el palacio en principio para sí mismo para luego regalárselo al rey con el fin de volver a congraciarse con él.
Y esta es la historia que subyace bajo los muros de Hampton Court, la de un rey absolutista y casi feudal del siglo XVI cuyas acciones influían sobre todos sus súbditos en general, pero en particular sobre los que tenía más cerca. Y entre ellos estaba su primer ministro, el Cardenal Wolsey y su mujer, Catalina de Aragón. A esta relación a tres está dedicada uno de los recorridos más interesantes de los que se pueden hacer en el palacio, el de la juventud del rey Enrique VIII.
Entramos atravesando el foso admirando las esculturas de animales heráldicos que pueblan el puente de acceso al edificio principal (que en su momento tenía dos pisos más que fueron retirados en el siglo XVIII por su inestabilidad).
En la fachada aparece tanto el escudo heráldico de Enrique VII como sendos medallones de terracota de los emperadores romanos Tiberio y Nerón. Esta colección de medallones se completa en el interior con Adriano, Trajano e incluso Vitelio. Los críticos de la época hacían comentarios al respecto de éste último, al asociar su licenciosa forma de vida con la del Cardenal Wolsey, al que se acusaba de todo en la época en la que mantenía el poder, precisamente la época en la que edifico el Palacio de Hampton Court.
Una época en la que Enrique VIII era uno de los reyes mejor formados de Europa, casado con la viuda de su hermano Arturo, que murió muy joven.
En el Patio Base es donde se sitúa el inicio de la ruta dedicada a la juventud de Enrique VIII, una exposición que juega continuamente con la ubicación de tres sillas en cada una de las salas que ésta ocupa. Cada silla representa a uno de los protagonistas de la historia: Enrique, Wolsey y Catalina y como se fueron alejando entre sí por diferentes razones.
La exposición se dispone en las que se creen las habitaciones del propio Wolsey, que más tarde fueron ocupadas por Lady Mary, por Catalina Parr (la última mujer de Enrique) y por Isabel I. Pronto te das cuenta de que Hampton Court debía ser un entramado de salas unidas unas a otras y escaleras de caracol que comunicaban los pisos. Era el palacio donde Wolsey, dedicado a promover su fama y la de su señor, pensaba tener su residencia.
Estas cámaras han sufrido muchas variaciones a lo largo de los años, pero aún guardan algunas huellas del paso de aquellos que las habitaron. Véanse, por ejemplo, los techos en los que Wolsey, típico político manipulador, decoró con sus símbolos. Los visitantes al Palacio tendrían que mirar para arriba para ver sus pilares cruzados (símbolo de su poder como Cardenal), sus dos llaves cruzadas (identificación de sus poderes como Arzobispo de York) y su Emblema, el Grifo, que lleva un mensaje inscrito: “Lord, be my judge”.
Ésta es la copia francesa del original de Holbein “The fields of the Cloth of Gold” –El Campo del Paño de Oro- (está en Versalles). En Hampton Court se puede valorar otra copia que habla directamente de la magnificencia de las monarquías de la época. Es el 7 de junio de 1520 y en el llamado Campo del Paño de oro, en Guisnes, Francia, se reúnen Francisco I, el rey francés, y Enrique VIII, acompañado del Cardenal Wolsey y de todo su séquito.
El dragón en el cielo representa los fuegos artificiales que dieron lustre a un encuentro ya de por sí lustroso: palacios grandilocuentes construidos en pocos días, fuentes que daban vino de forma permanente, juegos, torneos y lances de caballería para entretener a los hombres (y presididos por las reinas, arriba, a la derecha). Se están jugando el futuro de Europa y todos deben estar a la altura. Para Wolsey es un momento especialmente importante, también para Catalina (en el retrato de al lado).
Pero el tiempo lo cambia todo. Catalina de Aragón da a luz a seis hijos de los que la mayoría mueren nada más nacer. Sólo les sobrevivirá la princesa María Tudor, pero no es un hombre. Y Enrique VIII necesita un heredero varón para poder posicionarse como es debido en Europa y continuar con la dinastía.
Se le ocurre, después de 20 años de matrimonio, divorciarse de Catalina para poder tener hijos. ¿Y con quien mejor que con una de sus damas de compañía, Ana Bolena (en el retrato de la derecha), que parece que puede darle un heredero? Sin embargo, el Papa no está por la labor y Wolsey fracasa irremediablemente en su intento por negociar el divorcio.
Y esto causa su caída en desgracia. Trata de acercarse de nuevo al rey devolviéndole el mismísimo Palacio de Hampton Court. Trata también de congraciarse con Ana Bolena, que ahora dispone de poder. De hecho, le entrega peces sacados de los estanques de Palacio (eran más que necesarios para tener una fuente segura de pescado en viernes), dispone habitaciones en palacio para ella y su familia…
Pero tiene todas las de perder, su posición (y con ella la de la iglesia católica) ya no es la que era y su historia termina falleciendo de camino a su juicio. Atrás quedó el impresionante Palacio que Wolsey había tomado como arriendo durante 99 años (y que había pertenecido en el pasado a la Orden de los Caballeros Hospitalarios). Las pequeñas chimeneas de época Tudor son algunas de las pocas cosas que quedan originales en los apartamentos del Cardenal.
A partir de su muerte, Enrique VIII se hizo personalmente cargo del Palacio. Volvemos a salir al Patio Base y en la confluencia con el siguiente Patio, el del Reloj, surge una escalera a la derecha. Se trata del antiguo acceso a las habitaciones de Ana Bolena y hoy en día sirve de inicio para el recorrido dedicado a los Apartamentos de Enrique VIII y, en particular, al Gran Salón.
Justo antes de entrar, al lado de la Bodega de la que obtendrían los vinos a servir en el Gran Salón, se han dispuesto sendas esculturas de curiosa historia. Se trata de los únicos animales portadores de estandartes reales originales que han sobrevivido del Palacio de Enrique VIII y que fueron hallados en un pub de Surrey, donde desconocían su importancia. Los que se muestran actualmente son copias o están realizados en los últimos siglos.
Entramos entonces en el Gran Salón y, la verdad sea dicha, es portentoso. Es la sala más grande del Palacio, de 32 metros de largo y más de 18 metros de altura. Se empezó a construir en 1532 por orden del rey y tenía sobre todo dos funciones: servir de comedor común para los 600 miembros de la Corte (que lo utilizaban en dos turnos, dos veces al día) y como entrada a los aposentos oficiales (digna de asombro).
El techo, las paredes, los ventanales… todo está decorado con colgaduras, escudos de armas, cabezas de ciervos disecadas, astas, cabezas humanas pintadas, insignias… Cuando finalmente Ana Bolena cayó en desgracia (posiblemente una trampa; la sobrevivió su única hija, la futura Isabel I) fueron eliminados sus emblemas y símbolos de todas partes.
Sin embargo, por olvido o por la razón que fuere permanecen sus iniciales en una de las columnas del Salón. Pintado de azul, rojo y dorado el Salón debió engrandecer la Corte a la que estaba dedicado. En el centro se disponía una gran hoguera para calentar a los asistentes (en el techo una rejilla dejaba escapar el humo).
De las paredes colgaban la serie de tapices de la Historia del patriarca Abraham, realizado en Bruselas en 1540 con hilos de plata y oro auténticos.
Los ventanales del Gran Salón muestran las armas, lemas e insignias de Enrique VIII y del Cardenal Wolsey además de los nombres y linaje de de las seis esposas del rey. La ascendencia de todas ellas se remonta al rey Eduardo I. Mucho tiempo después el Gran Salón sirvió también de teatro y aquí mismo el rey Jorge I asistió en 1718 a la representación de Hamlet. Curiosamente, la siguiente obra en representarse fue “Enrique VIII o la Caída de Wolsey”.
Y de teatro seguimos hablando. Con la entrada, al principio de la visita, nos hacen entrega de un curioso Programa Diario de representaciones en las que actores dan vida a los personajes de la historia. Nos perdemos la acusación de adulterio a la quinta esposa del rey, Catalina Howard, pero sí asistimos a la audiencia real. De hecho es una sorpresa, abandonamos el Gran Salón hacia la Gran Cámara de Vigilancia cuando se empiezan a oír voces: “The King¡ The king¡”. Y así asistimos a una representación realmente graciosa, atractiva y con unos actores espléndidos, mención expresa del propio Enrique VIII quien finalmente nos da pie a que hablemos con él y nos identifiquemos como parte del cortejo de Lady Mary.
La verdad es que reímos y aprendemos y en cierto sentido sentimos un poquito de envidia por lo bien que está montado todo esto. El espectáculo es todavía más divertido cuando a cada clase de chavales que se acercan el rey les pide que canten y las damas de la Corte les obligan a marchar mirando al rey mientas lo hacen, no dándole la espalda. La verdad es que pasamos un buen rato.
La Gran Cámara de Vigilancia fue donde en 1541 se hizo la declaración a la Corte de la infidelidad de Catalina Howard, cuyo personal fue despedido en el acto. Para llegar a este momento, Enrique VIII ha se había divorciado de Catalina de Aragón, había decapitado a Ana Bolena, se había casado con Jane Seymour (quien le dio su único hijo, futuro Eduardo VI y quien murió poco después del parto aquí mismo, en Hampton Court), había enviudado y se había vuelto a casar con una de las Damas de compañía de la reina, Katharine Howard, cuya infidelidad con Thomas Culpeper (evidenciada gracias a la única carta de amor que se conserva, aunque no aquí) y su vida anterior llevaron a la muerte por decapitación. A la hora de morir declaró: “I die a Queen, but I would rather die the wife of Culpeper".
Pues bien, la galería de acceso a la Cámara de Vigilancia es por la que corrió Katharine Howard para suplicar clemencia al rey,que oraba en la Capilla Real. De nada le sirvió, siendo ajusticiada en febrero de 1542. Dicen las guías que su fantasma lloriquea y grita en estas estancias (de hecho hay grabaciones para entrar en ambiente en algunas habitaciones), lo que desluce un poco una historia apasionante.
En esta galería, y en la siguiente, hay obras verdaderamente llamativas. Están, por ejemplo, los retratos del Emperador Carlos V y de Francisco I de Francia. Pero también una gran obra titulada “La familia de Enrique VIII”, de autor desconocido, en la que aparece el rey en el Palacio de Whitehall rodeado de su familia.
Pero la verdad es que tiene un fondo curioso. El cuadro se pintó en 1545 cuando el rey ya estaba casado con su última mujer, Kateryn Parr y sin embargo no es ella quien aparece junto al rey, sino su esposa favorita, Jane Seymour, muerta tiempo atrás junto a su hijo, Eduardo VI y sus dos hermanas, la princesa María y la princesa Isabel. El bufón loco del rey, Will Somer, aparece con su mono en una de las puertas traseras mientras que en la otra aparece una dama asustada. Me gustaría saber quien es.
La Sala donde el rey se casó con Kateryn Parr se puede ver (pero está vacía) así como aquella que servía para la reunión del Consejo, actualmente habilitada con un curioso escenario para conocer a los miembros del mismo: Sir Edward Seymour, Sir William Paget…
Y justo al lado está el acceso a la Capilla Real, una de las más bellas construcciones del Palacio. Se entra desde el palco que servía de oratorio al rey (en época Tudor estaba separado en dos partes, una para el rey y otra para la reina). El techo abovedado es lo mejor de la capilla y es de época de Enrique VIII y sus azules y dorados aún resaltan y conmueven. También hay opción de visitar la parte de abajo, la que todavía ejerce como bancos para aquellos que quieren asistir a un servicio religioso (450 años lleva dándose misa en este lugar).
Nosotros salimos a uno de los patios más grandes del Palacio, el Patio del Reloj. En origen era el patio interior de la Casa del Cardenal Wolsey (las armas del Cardenal aparecen en un relieve) pero ahora se conoce más por el reloj astronómico de Enrique VIII, hecho en 1540 por Nicholas Oursian, relojero real.
El reloj indica la hora, el día, el mes, los días de año transcurridos y las fases de la luna. Curiosamente, en el reloj el sol da vueltas alrededor de la Tierra pues cuando fue construido ni Galileo ni Copérnico habían descubierto nada raro aún al respecto.
Existen unos cuantos patios y claustros en el Palacio de Hampton Court, pero ya son de época posterior, de la reconstrucción de Sir Christopher Wren. Como, por ahora, esa época no nos atrae demasiado, dejamos atrás los recorridos dedicados las habitaciones de los reyes Guillermo III y su esposa María. En su lugar, decidimos completar la visita de la época Tudor con sus Cocinas.
Las Cocinas de los Tudor son las mayores cocinas del siglo XVI conservadas en Europa. La visita está caracterizada como si se estuviera preparando un festín, un gran banquete para la festividad de San Juan Bautista en 1542 y por ello en todas las habitaciones hay alimentos de diferente tipo y en distintos momentos de preparación. Y tiene su gracia, la verdad.
El Cardenal Wolsey disponía de un personal doméstico de, aproximadamente, 600 personas. Una vez que el rey se hizo con Hampton Court ascendió a 1200 personas dicho personal. Y había que darles de comer. Muchos años después, cuando se estableció que todos ellos recibieran un sueldo, las grandes cocinas que les daban de comer tendieron a desaparecer, pero mientras tanto la Corte real necesitaba comer (dos comidas al día, al mediodía y a las cuatro de la tarde) y para eso hacían falta los más de tres mil metros cuadrados de Cocinas Tudor que tan bien fueron restauradas en 1991.
El Consejo del Paño Verde era el responsable de administrar las cocinas y de llevar las cuentas y el control de los suministros. Sus dependencias se situaban justo por encima del Patio de las Cocinas enfrente de la llamada Puerta Seymour.
Y a partir de aquí se recorren tanto las salas de preparación de los alimentos recién comprados (carnicería, pasteles, pescado…) como los almacenes y las propias Salas de Cocinar. Había unas cuantas oficinas dedicadas específicamente a las especias, los dulces, las pastas o las tartas. Nos recuerdan en la visita que las típicas tartas inglesas de carne, riñones o hígado no son sino otra forma de presentar estos platos. De hecho, la tarta en sí no se debe comer (según el protocolo, claro está).
La sección que más nos gusta es el Patio del Pescado, un patio largo y estrecho en donde se gestionaba el pescado, tan necesitado por razones religiosas (los viernes, la Cuaresma e incluso también los miércoles a veces). Los peces de mar venían en toneles rellenos de algas mientras que los de agua dulce se extraían directamente de los estanques del propio Palacio, como ya comenté.
Una vez pasado el Patio del Pescado se accede directamente a las grandes cocinas donde está encendido un fuego portentoso en el que se cocinaría la carne.
En estas cocinas trabajaban casi 30 personas y algunas de las piezas que aquí se presentan son originales. De hecho, la tercera gran cocina es la más antigua y data de la época del Cardenal Wolsey, de 1514. Es la que tiene el fuego encendido.
De las cocinas se pasa a la sala de servir y los cuartos de aderezar, pequeñas estancias en las que se daba el último toque a los platos que rápidamente debían ser servidos en el Gran Salón o en la Gran Cámara de Vigilancia. En un banquete había un gran número de platos (quizá hasta 10) por lo que el tráfico de sirvientes y la labor de los cocineros debería ser realmente intensa.
Las bodegas, final de la visita, están muy cerca de las cocinas. Las hizo Enrique VIII sobre las antiguas. Los barriles son de roble con aros de sauce según dicta la tradición de la época. Pero no sólo de vino vivían los Tudor: una pequeña bodega de cerveza se situaba cerca.
De hecho, en la tienda de la bodega se venden cervezas hechas como en la época del rey. Y claro que nos hicimos con alguna. (Hay tiendas en varias partes del Palacio, casi todas particularizadas para un aspecto relacionado con el mismo. La que más nos gustó es la dedicada al propio Enrique VIII -donde nos hicimos con un Henry Bear- pero también la de la cocina o la de los jardines).
Hablando de jardines, para comer nada mejor que visitar el Tiltyard Café, donde tomar una rica soup of the day y el plato que más nos apetezca. (El Tiltyard por cierto, era la antigua zona de justas y torneos caballerescos).
El Tiltyard Café es la entrada a los impresionantes Jardines del Palacio de Hampton Court, otro de los punto fuertes de la visita. 24 hectáreas de jardines que encierran varias sorpresas al que los recorre. Por ejemplo, las pistas de tenis (hay que tener en cuenta que en su momento Hampton Court era un palacio con todos los lujos posibles, desde baños y chimeneas en todas las estancias –incluido un cómodo baño común- hasta esta pista de tenis) que, por cierto, no pudimos ver al estar cerradas.
Nuestra primera parada es The Maze, el Laberinto, cuyos intrincados senderos recorren 800 metros en un área en la que sólo hay 1350 metros cuadrados. Es el único superviviente de hasta cuatro laberintos que decoraban los jardines de Hampton Court. Estos laberintos son posteriores a la época de los Tudor, el primer Maze data de 1702.
Aunque los caballeros hospitalarios ya tenían cultivos en esta zona fue Wolsey el primero en disponer de jardines (que podía ver desde sus ventanas) y Enrique VIII el que aprobó la estructura de los jardines tal y como hoy se representan: un jardín privado en la parte sur, un coto de caza en la este, zonas de recreo en la norte y el Tiltyard en el oeste.
Paseamos a gusto por los jardines de la zona este, que fueron radicalmente transformados por Sir Christopher Wren y que podrían pasar perfectamente por una postal de La Granja o de Versalles. Los tejos, podados de forma preciosista, datan en su mayor parte de 1707 (aunque el diseño actual es del XIX o el XX) y más allá está el Gran Canal o Agua Larga, construido en 1660 y por el que nadaban unos cuantos cisnes (y barnaclas, que comían en sus orillas).
Al frente, una estatua parisina dedicada a Las Tres Gracias. Algunos de los árboles, por cierto, estaban absolutamente cargados de muérdago, lo que no sé si es un buen síntoma de su salud.
Recorremos este antiguo parterre de Guillermo III y nos acercamos a las reproducciones que se han realizado de los jardines de otras épocas. En los jardines del sur, los que dan al Támesis, siempre ha habido jardines, pero la reconstrucción de los bellos jardines de Guillermo III merece un premio. Sobre todo, la verja ornamental de hierro fabricada por Jean Tijou en el siglo XVII y la llamada Enramada de la Reina María, que le dan un encanto muy especial a esta parte de los jardines.
La fachada este del Palacio de Hampton Court no tiene nada que ver con la época que hemos recorrido paso a paso (por cierto, hay un pequeño jardín de época Tudor reconstruido a su lado).
Así que volvemos sobre nuestros pasos a recorrer de nuevo la Capilla Real, las estancias de Enrique VIII, los Patios del Reloj y Base y no podemos evitar (al menos yo) tararear la magnífica banda sonora que Trevor Morris elaboró para las cuatro temporadas de “Los Tudor”.
Y es precisamente aquí, donde nació Eduardo VI y murió su madre, Jane Seymour, donde transcurre uno de esos temas que te pone la piel de gallina y que te hace viajar al siglo XVI a la misma velocidad que lo hace el magnífico Palacio de Hampton Court, una de las visitas más interesantes que hacer en los alrededores de Londres.