El espectáculo comienza en la misma estación del Metro de Nueva York desde la que se puede acceder al Museo. Al bajar del tren en 81th Street las paredes de la estación están cubiertas de motivos alusivos a lo que vamos a disfrutar en breve: un museo enorme y variado, muy a lo americano, es decir, a lo grande.
Con una bienvenida impactante (la gigantesca figura de un Barosaurio defendiendo a su cría de un Allosaurio), una moderna instalación para las ciencias del espacio y la más grande y variada exposición de esqueletos fósiles de dinosaurios y mamíferos prehistóricos que he tenido la oportunidad de ver.
Todo ello aderezado de los tradicionales animales naturalizados en ambientes recreados para solaz de los visitantes, bien sean de espacios naturales americanos, de profundidades marinas o de la sabana africana. Ah¡ y una Ballena Azul a tamaño real en el techo.
El Museo Americano de Historia Natural (www.amnh.org) tiene la capacidad de reunir en sus muchas salas exposiciones dedicadas a las más populares de las disciplinas relacionadas con el medio natural; de ahí su gran colección (la mayor del mundo, dicen) de fósiles de dinosaurios, su más tradicional exposición de mamíferos del mundo o las renovadas y asombrosas salas dedicadas a la vida marina o a la biodiversidad.
Pero el Museo Americano propone dos opciones más ciertamente interesantes; en primer lugar, las salas dedicadas a las culturas del mundo, es decir, la antropología como parte de un museo de historia natural (más allá de las habituales exposiciones dedicadas a la evolución humana).
Como el tiempo es oro y no se puede dedicar todo lo que se desea a los museos en una ciudad tan fascinante como Nueva York, hube de sacrificar todas estas a priori fascinantes salas dedicadas a las gentes del Pacífico, de África, Sudamérica y un largo etcétera.
Quede como muestra la imagen de la Gran Canoa que llama la atención de los visitantes en las Salas de las poblaciones de las costas del Noroeste americano, precisamente las más antiguas del museo, dedicadas a narrar la vida en un ambiente muy difícil por parte de comunidades que llamaron la atención del llamado padre de la antropología americana, Franz Boas (1858-1942) quien lideró la primera gran expedición antropológica del museo entre 1897 y 1902 al norte del continente. Su objetivo: postular el origen asiático de las poblaciones americanas, a través del Estrecho de Bering.
La Gran Canoa, en cualquier caso, fue construida en 1878 por los nativos de la Costa Noroeste, construida y pintada por los mejores entre las tribus que vivían en la zona. Las canoas eran para ellos su modo de transporte más habitual, bien para cazar o bien para trasladarse con todos sus enseres a otra ubicación. Las canoas eran, de hecho, regalos muy habituales como dotes en los matrimonios y ésta, la de mayor tamaño de todas las que sobreviven, se compró en 1881 teniendo que realizar un larguísimo viaje a través de la costa Oeste, Canal de Panamá y costa Este hasta llegar aquí, al Museo.
Pero había hablado de dos opciones novedosas. La otra la representa el Rose Center for Earth and Space, una ampliación del museo que se ha convertido en un icono de la ciencia desde su inauguración en febrero de 2000.
Otros museos han hecho cosas similares (el Darwin Cocoon del Natural History Museum de Londres, por ejemplo) pero este Rose Center tiene un componente tanto científico como estético un tanto diferente. Se trata de un espacio amplísimo cubierto por un cubo de cristal (el mayor de Estados Unidos) en cuyo interior se guarda una enorme esfera. Entre ambos se ubican numerosas salas dedicadas al universo, a la Tierra o a los meteoritos incluyendo el tradicional planetario (el Hayden Planetarium) de grandes proporciones, con el simulador virtual más grande del mundo según el propio museo.
Asistimos en el Hayden Planetarium a la proyección de Journey to the Stars, una producción del museo con la colaboración de la NASA. Hay que tener cuidado, pues la entrada a la proyección indica la hora a la que te toca y nosotros casi nos la perdemos.
Para llegar a ella, además de los ascensores correspondientes, también se puede acceder a través del Cosmic Pathway, una rampa en espiral de más de cien metros a través de la que se puede hace un viaje en el tiempo y el espacio a través de billones de años de evolución, desde el Big Bang hasta nuestra modesta aparición, del tamaño de un pelo humano.
En la parte inferior de todo este invento se sitúa la llamada Sala del Universo, un lugar que combina las muestras interactivas (calcula tu peso en cada planeta, por ejemplo) acerca de planetas, galaxias o del mismo universo con objetos de valor como una enorme ecoesfera o el llamado Meteorito de Willamette. Este meteorito de grandes proporciones (el más grande hallado en los USA) se cree que es el núcleo de hierro de un planeta destruido destruido por una gran colisión hace miles de millones de años.
Ya como meteorito se estrelló contra la superficie terrestre hace miles de años, viajando a la nada despreciable velocidad de 40.000 kilómetros por hora. ¿Y donde fue a parar? Pues al Valle de Willamette, cerca de Oregón, donde fue reverenciado durante muchos años por tribus locales (los Clackamas) quienes lo denominaron Tomanowos, aquel que cura y da poder. Curiosamente, el meteorito se expone en el museo desde 1906 pero con la condición de informar también de la importancia cultural y religiosa que tiene el núcleo de hierro para tribus indias que casi desaparecieron a finales del siglo XIX, justo cuando el Museo Americano de Historia Natural abrió sus puertas. El acuerdo llegado con los descendientes de aquellas tribus indias, ahora agrupadas en la Confederated Tribes of the Grand Ronde Community of Oregon, está aquí: www.amnh.org/rose/meteorite_agreement.html
Muy cerca en el primer piso se encuentra el Arthur Ross Hall of Meteorites, donde encontramos nuevos ejemplares de meteoritos recogidos en nuestro planeta. En el centro de la sala destaca Ahnighito, la parte de mayor peso y tamaño hallada del gran meteorito de Cape York, en Groenlandia. Su historia es más que curiosa. Hasta 1800, los inuit de Groenlandia fabricaban sus herramientas con marfil de morsa o cuernos de reno y cuando necesitaban metal lo extraían de una de las fuentes más difíciles para hacerlo: meteoritos de hierro.
Y es que hace miles de años debió aterrizar en Groenlandia un gran meteorito que debió partirse en varios fragmentos a su paso por la atmósfera. De los 7 conocidos hoy en día, 3 están en el AMNH. El mayor de todos ellos es Ahnighito, de 34 toneladas de peso (de hecho, el mayor meteorito expuesto en el mundo) y su traslado aquí en el siglo XIX, a partir del hallazgo de su descubridor Robert E. Peary, fue toda una aventura (incluyendo la construcción de la única vía férrea construida en la zona hasta aquel momento).
Además de los tres fragmentos de Cape York, otras piedras del espacio se muestran en la Sala, desde aquellas con evidencias de origen marciano hasta piedras lunares. Pero para piedras y minerales, las salas dedicadas a éstos.
No me suelen llamar la atención, la verdad, así que me limité a buscar el más famoso de todos ellos, la Estrella de la India, el zafiro azul más grande del mundo, hallado en Sri Lanka y donado por JP Morgan al museo en 1901. Aunque no pude salir de la sala sin admirar los impresionantes cristales de cuarzo que se exponían en una vitrina cercana a las gemas más valiosas.
Volvimos sobre nuestros pasos por las Salas dedicadas a la Evolución Humana (donde nos hizo mucha ilusión encontrar una reconstrucción del Niño de la Gran Dolina de Atapuerca, de nuestro Homo antecessor), así como numerosos esqueletos de nuestros antepasados.
Y nuestros pasos nos llevan, a lo largo del primer piso y a través de las salas dedicadas a los indios del noroeste americano a la gran exposición sobre la biodiversidad y muchas de las salas dedicadas a los animales naturalizados habitando ecosistemas convertidos en dioramas. Algunos son excepcionales, la verdad.
La Sala dedicada a los Bosques de Norteamérica incluye un objeto singular. Es realmente triste leer en el panel cercano a este inmenso corte de Secuoya Gigante (Sequoia gigantea) que unos operarios dedicaron 13 días 13 en 1891 para derribar este precioso y venerable árbol que llegaba a medir casi 100 metros de altura.
Lo llamaban el Gran árbol de Mark Twain pero de poco le sirvió, como muy poco debieron ser considerados los más de 1300 años que según sus anillos de crecimiento decía tener. La gran secuoya fue cortada como si tal cosa y uno de sus cortes, cercanos a la base, llevado al Museo Americano. Por cierto que también se exponen cortes de otros árboles incluso más antiguos, como un pequeño corte de Pinus flexilis de 1550 años de edad.
Su tamaño era mucho menor, su diámetro poco más de 30 centímetros. Su ubicación, en el Sun Valley de Idaho, le hizo sufrir de lo lindo: vientos, partículas de arena, sequía. A cambio desarrolló una estrategia muy diferente a la de la Secuoya gigante, a igual o mayor longevidad, menor envergadura.
Por cierto que en la Sala dedicada a los bosques norteamericanos se utiliza una herramienta de exposición que se vuelve recurrente en el AMNH. Se trata de los dioramas representando espacios, ecosistemas, medios o ambientes.
Por ello hay numerosas escenas de bosques de todo tipo si bien la más llamativa de todas ellas es la dedicada al suelo del bosque aumentado 24 veces.
Y allí aparecen versiones gigantes de larvas de coleópteros y dípteros, de hongos, de miriápodos, de hormigas o de musgos en plena reproducción, con sus esporofitos erectos.
La siguiente sala es el Milstein Hall of Ocean Life, la grandiosa sala dedicada a la vida marina y presidida por una Ballena Azul de tamaño real.
Pero quizá lo mejor de esta sala es su ambientación, muy cuidada desde su reapertura en 2003. La luz, como se puede apreciar en la fotografía, está casi ausente, sólo matices de azul acompañados de un sonido a juego que consiguen recrear una especie de océano virtual. La ballena azul del museo es una veterana, lleva muchos años por aquí, si bien en la reestructuración tuvieron que pintarla de nuevo, ajustar sus ojos y otras partes del cuerpo y hacerla, literalmente, flotar en el amplio mar que recrea la gran sala. Para construirla tomaron como modelo una ballena cazada en 1925 en Sudamérica, en las costas de la Tierra del Fuego.
Sala que, además, incluye numerosos dioramas que recrean ambientes marinos. El más conocido de todos ellos es el que reconstruye la barrera de coral de la Isla de Andros, en las Bahamas (el que se ilumina tras la ballena en la foto) pero hay otros igualmente sorprendentes (véase, por ejemplo, el del Mar de los Sargazos, aquí abajo a la derecha). En una de las esquinas un diorama absolutamente a oscuras reclama la atención de los visitantes, que hacen fotos a la ¿¿nada??
No: en esa misma nada aparece tras los flashes de las cámaras la tradicional lucha entre el cachalote y el calamar gigante en unas profundidades en las que la luz del sol no llega. En otras partes del museo los dioramas cuentan con animales naturalizados. De hecho, hay grandes exposiciones de reptiles y anfibios, aves y mamíferos de diferentes partes del mundo basados tanto en reproducciones de éstos como en ejemplares disecados.
Los mamíferos se llevan la palma. Existen salas específicamente dedicadas a los mamíferos africanos, a los asiáticos y a los norteamericanos. En todos los casos las representaciones son asombrosamente vívidas, ventanas a ambientes muchas veces desaparecidos, degradados o modificados.
Aquí a la izquierda, el Glotón (Gulo gulo), que viene a representar a los mamíferos americanos (y al más famoso de los personajes de cómic) y nos da una idea de lo que se quiere representar: fondos pintados con cuidado reconstruyendo ambientes reales y animales dispuestos en escenarios con vegetación, piedra y realidad trasladada desde cualquier lugar del mundo al Museo.
Muchos de estos animales fueron cazados (eran otras épocas) a principios del siglo XX en expediciones dedicadas expresamente a este fin. Una vez capturados, se donaban al museo para que taxidermistas especializados recrearan los ambientes y escenarios donde estas pobres criaturas se movieron. Quiero creer que el beneficioso efecto que han creado a lo largo de los años en varias generaciones (en educación y en comprensión, con aquello de que no se puede defender ni comprender lo que no se ama) alivia el escozor que representa ver a tantos y tan maravillosos ejemplares de especies prácticamente desaparecidas.
Este grupo de Órices del Cabo africanos (Oryx gazella) es un ejemplo de la belleza que pudieron recrear los artistas que hicieron los dioramas, pero también de la belleza perdida de una especie de la que no quedan demasiados ejemplares en la naturaleza. Por cierto, que la Sala dedicada a los Mamíferos africanos se denomina Akeley Hall en homenaje a Carl Akeley (1864-1926), uno de los más antiguos conservacionistas del siglo XX así como fotógrafo, explorador y taxidermista.
Akeley estableció una técnica que el resto de conservadores del museo continuó llevando a la práctica una vez desaparecido éste. De ahí las excelencias de los dioramas expuestos en las diferentes salas. La estrella de todos ellos es la representación central de una manada de elefantes africanos en la sabana.
Alrededor de ella y en varios pisos se ubican los numerosos dioramas que homenajean tanto a los mamíferos africanos como al mismo Carl Akeley, cuya tumba se encuentra en el primer Parque Nacional africano que se creó, el Virunga National Park, en el Centro del continente africano, de donde salieron tantas maravillas que ahora están expuestas en el Museo Americano de Historia Natural.
Entre esas maravillas todavía no he mencionado la mayor colección de fósiles de dinosaurios y mamíferos prehistóricos que he tenido la suerte de observar. Para la próxima entrada.