Sobrevuelan zopilotes, garzas y palomas sobre el llamado Centinela de Cartagena de Indias, en Colombia.En la entrada hay una escultura dedicada a un personaje que debería ser reconocido por todos en la historia de nuestro país y que, sin embargo, sólo conocemos los frikis de la historia. el Almirante Blas de Lezo y Olavarrieta, que aunque sólo fuera por que las batallas por España le dejaran cojo, manco y tuerto ya debería ser conocido. Y no, no lo es.
Y es aquí, en la preciosa ciudad caribeña de Cartagena de Indias donde se puede reconstruir con asombro alguna de sus gestas, olvidadas por su país y ninguneadas por los enemigos de entonces. Pero Blas de Lezo es sólo una de las piezas del rico engranaje cultural, histórico y emocional que uno disfruta al visitar el Castillo de San Felipe de Barajas. La audioguía, de la compañía Tierra Magna, es sencillamente magnífica. Y es la ayuda imprescindible para entender dónde nos hallamos y cuál es su significado.
Estoy en Cartagena de Indias, denominada la Heroica por su temprana rebelión contra España, y una enorme bandera colombiana ondea en lo alto del Castillo de San Felipe. El Castillo está en las afueras por lo que lo mejor es tomar un taxi, que sale por muy poco dinero y llegarse hasta aquí en apenas unos minutos. Hace un calor húmedo que reconoce enseguida cualquiera que haya visitado esta zona del mundo.
Me ofrecen un sombrero por unos pocos pesos colombianos; seguro que me engañan pero merece la pena. Con la entrada te dan la audio guía que he mencionado anteriormente y, ascendiendo a través de una rampa en zigzag se entra en la antigua fortaleza, por su parte de atrás, y entonces comienza el disfrute. (Información, aquí: http://www.fortificacionesdecartagena.com/es/castillo_san_felipe_barajas.htm).
Cartagena de Indias fue fundada por un conquistador español, Pedro de Heredia, en 1533 y enseguida se convirtió en un enclave estratégico para el comercio de España con las Indias.
Por esa razón, la ciudad fue fortificada y contaba con hasta tres castillos defensivos para protegerse de los piratas y corsarios ingleses y franceses.
De hecho, el Castillo de San Felipe de Barajas (nombrado así en homenaje a Felipe IV) es el último que queda en pie (y el más grande de América): uno lo destruyeron los ingleses y otro… bueno, pues los propios cartageneros.
La fortaleza es imponente y no hay demasiados visitantes, con lo que es muy cómoda su visita. El castillo vivió varias épocas, con ampliaciones casi todas ellas. Y la visita comienza en el castillo antiguo, aquel comenzado a construir por el gobernador Pedro Zapata de Mendoza. Y aunque la construcción del castillo de San Felipe se suele asociar a una duración cercana a un siglo (entre 1536 y 1657) es la construcción de la fortaleza antigua la que más llama la atención pues se realizó en un sólo año, en lugar de los cinco más o menos habituales.
La urgencia que llevó a Pedro Zapata de Mendoza a construir el castillo antiguo entre 1656 y 1657 tenía que ver con la amenaza creciente de las poderosas Francia e Inglaterra y por ello contó con toda la mano de obra esclava que pudo encontrar.
Esclavos norteafricanos (Zapata mismo era comerciante de esclavos) dejaron su vida construyendo con rapidez esta fenomenal fortaleza en el llamado Cerro de San Lázaro.
Y hacia allí nos dirigimos (por cierto que Zapata también fue artífice de una de las obras más grandes del Imperio Español en América, el Canal del Dique sobre del río Magdalena).
Pasamos en primer lugar ante una escalera metálica de color rojo. El acceso a esta fortificación estaba regulado como era de esperar y esta escalera de destruiría si el enemigo se hacía con la fortaleza.
La escalera accede al piso superior del castillo antiguo, pero antes de llegar a él nos deleitamos con las vistas que se ofrecen de la ciudad desde este punto. Los elevados bloques de hoteles y apartamentos de la zona de Bocagrande y del barrio de Getsemaní se quedan fijos en la retina mientras nos mencionan la existencia del Hospital del Lazareto.
Se trataba de una instalación aislada en la que se recluían a los leprosos en la antigüedad (y a otros afectados por otras enfermedades infecciosas).
Los médicos no los atendían por lo que eran encerrados, muchas veces sin ningún tipo de tratamiento, en estas instalaciones.Los diferentes historiadores sitúan a decenas e incluso más de un centenar de leprosos durante los siglos XV y XVI en el Hospital de San Lázaro o Lazareto, que se ubicaba en el barrio antes mencionado, el de Getsemaní y que desapareció por suerte hace muchos años.
En este momento accedemos a la fortaleza antigua, ascendiendo por unas escaleras. En ella tendremos la oportunidad de valorar cómo en un espacio triangular tan pequeño tienen cabida un almacén de pólvora, un aljibe, un cuartel para la tropa y 4 garitas de diferentes estilos artísticos en las esquinas para que los centinelas pudieran observar la llegada de naves.
El cuartel se denomina Casa del Castellano y a día de hoy es una tienda de recuerdos. El castillo antiguo también contaba con un tendal para descanso de los soldados y almacén de armas así como con una espadaña que recuerda a la de las iglesias castellanas. Aquí colgaba la Campana de Rebato que se utilizaba para avisar a la población de peligro inminente. La batería de 8 cañones defendía suficientemente la fortificación.
De hecho, los defensores debían contar con al menos cuatro armas imprescindibles para no caer abatidos: pólvora en los cañones, agua en los aljibes, mosquitos en los pantanos que rodeaban el cerro y la propia valentía de los hombres.
De hecho, es aquí en el castillo antiguo donde te cuentan lo que sucedió el 20 de abril de 1697. El castillo antiguo resistió varios intentos de asalto a lo largo de su historia, pero no pudo con los franceses del Barón de Pointis.Así que uno se sienta tranquilo con el sonido de fondo de los pájaros, mirando hacia el mar desde una de las garitas y comienza a escuchar cómo un hidalgo vasco novel, Juan Miguel de Vega, fue el último defensor del Castillo en aquella fecha, momento en que ejerció como castellano de la fortificación… por un día, hasta que murió de un balazo.
La historia se cuenta maravillosamente en este tratado del Instituto de Historia y Cultura Naval (http://www.armada.mde.es/html/historiaarmada/tomo5/tomo_05_18.pdf): “No era el Gobierno; no era el Rey de Francia el que lo costeaba: partió la iniciativa de una compañía sociedad de armadores, que calculaba resarcirse de los gastos, obtener beneficios con alguna empresa de entidad por el estilo de las acometidas tiempo antes por las grandes compañías inglesa y holandesa de las Indias; sólo que, falta de los recursos que aquéllas tenían, interesaban al Estado como partícipe por el concurso de material en naves, artillería y pertrechos.
Otra particularidad notable consistía en hacer causa común con los flibusteros de las Antillas, teniendo en cuenta la práctica de éstos en olfatear la plata sus métodos para transvasarla, más de que, con la asistencia de hombres aclimatados, curtidos, conocedores de los lugares, provistos de naves y de armas, se podía reducir en doble número la recluta de bisónos, en mucho el acopio de raciones de transportes en que conducirlas.
Llevados término los preliminares, quedó, pues, instituida una extraña asociación temporal de comerciantes piratas, honrados con la participación del soberano, mediando compromisos escrituras por las que los flibusteros se reconoció derecho la décima parte del primer millón ganado, la décimatercia de los sucesivos. De dónde habían de salir los millones no se discutía: de Veracruz, que ya estaría repuesta de la sangría de 1683; de Portobello, feria donde cargaban los galeones; de Cartagena, centro del comercio de Perú en el Atlántico; el lugar importaba poco, hasta convenía que no se divulgara en Francia, dejándolo elección de los experimentados espumadores de la mar.
Salió la armada de Brest principios del año 1697, señalando como punto de reunión la isla de Santo Domingo, allí concurrieron siete navios de 60 84 cañones; 10 fragatas, transportes; una bombarda grande cuatro menores, las primeras de la especie que se veían en Indias, con un total de 4.000 hombres de mar guerra, al mando del almirante Barón de Pointis, que pasaba por persona de energía y de actividad.
Los flibusteros aprontaron ocho fragatas con 1.600 hombres, gobernados por Mr. Ducasse, el jefe que reconocían en la isla, no sin rozamientos asperezas llegaron formar acuerdo, decidiendo fuera Cartagena el objetivo de la jornada.
Cartagena, plaza fuerte con excelente puerto; ciudad de 2.000 vecinos, los más mercaderes; centro de contratación del comercio del mar del Sur, donde se liquidaban los cambios hechos en la feria de Portobello, se formalizaban los registros de galeones se despachábanlas flotas de Tierra-Firme, era considerada llave de las Indias por la fortificación, aunque en ella hubiera, como en las más de las poblaciones americanas, no pequeña parte de aparato teatral. La boca del
puerto estaba defendida por un castillo de cuatro baluartes con 33 cañones; formidable barrera en apariencia del que no supiera que la artillería estaba montada sobre cureñas de cedro sin herraje, que la guarnición se componía de 15 soldados que no había en almacén víveres de ninguna especie.”
Piratas caribeños y franceses corsarios bombardearon el Castillo de San Felipe y terminaron con todas sus defensas. El Barón de Pointis terminó celebrando un Te Deum en la catedral de Cartagena y haciéndose con un tesoro monumental.
Cuando marchó de la ciudad, dejando atrás a un buen número de filibusteros engañados y antes de que las fiebres consumieran a sus hombres (murieron más de 800 franceses), aquellos se vengaron de los pobres cartageneros arruinados dejando claro que los piratas no son las figuras que aparecen en los cuentos ni películas de Disney. Curiosamente, Luis XVI devolvió con magnanimidad alguna de las piezas de plata robadas a las iglesias cartageneras.
El tesoro que se llevaron franceses y piratas fue enorme, dicen que el mayor de la historia, y no todos los autores se ponen de acuerdo en la suma total del mismo. Así que un poco abatidos por la historia que nos acaban de contar (en la que se reitera que se atacó Cartagena por considerar a sus habitantes vagos y poco afectos a su rey), nos detenemos ante los inmensos muros que conforman la fortificación.
Éstos son fuertes y altos y se caracterizan por estar construidos en la piedra coralina de la zona, que ha sido objeto de sucesivas restauraciones con el tiempo. Todo el castillo, así como los baluartes que aparecen en el resto de la ciudad, están construidos con ella, dando un aspecto homogéneo al conjunto.
La historia del Barón de Pointis es de derrota, pero la gran hazaña que también se vivió en el Castillo de San Felipe de Barajas merece la pena contarse. Es aquella protagonizada por Blas de Lezo, el guipuzcoano que antes de llegar a Cartagena ya había perdido una pierna y un ojo y tenía un brazo inútil. Almirante “Patapalo” o “Mediohombre”, así le denominaban sus enemigos (también algunos de sus compañeros) y la verdad es que tenía un Currículo militar intachable.
Sin embargo, en abril de 1741 tuvo que hacer frente a un imposible que hábilmente transformó en posible. Y eso que terminó herido de muerte después de la batalla; batalla en la que los españoles y milicianos cartageneros eran superados por 7 atacantes por defensor.
Luchaban contra la flota del Almirante Vernon, un experimentado general de tierra pero menos bregado en la mar, recién llegado de tener un éxito en el saqueo y destrucción de Portobello, en Panamá (de lo que viene Portobello Road, donde el mercadillo londinense) y lanzado en pos de Cartagena de Indias.
Navíos, fragatas y embarcaciones hasta sumar 186 barcos. Dos mil cañones, treinta mil hombres (ingleses, americanos al mando del hermano de George Washington y esclavos africanos). Frente a ellos apenas tres mil soldados y seis buques que serán hundidos durante la contienda por los españoles para impedir entrar a los ingleses por la bahía.
La cosa está tan mal que Vernon, envalentonado, envía un correo a Inglaterra anunciando su victoria. 16 días de bombardeos y mientras tanto De Lezo construye un foso en torno al castillo para evitar las escalas y una trinchera en zigzag para impedir el paso de los cañones enemigos. Además, filtra a dos espías con intención de crear confusión.
Los ingleses se acercan a cientos al Castillo de San Felipe de Barajas, pero son acribilladlos a balazos y huyen hacia la bahía dejando atrás numerosos muertos y heridos. Otros treinta días de bombardeos a la ciudad mientras la fiebre amarilla, el escorbuto y la peste comienzan a hacer mella en los ingleses, que llegan a incendiar cinco barcos por falta de tripulación.
Vernon se retira a Jamaica, De Lezo muere consecuencia de una enfermedad contraída en la lucha y es enterrado en una tumba anónima y a su sepelio acuden cuatro gatos (por miedo al virrey, que se llevaba mal con De Lezo). Total, lo de siempre, olvidado por los propios y por los foráneos (que ya se encargaron de ocultar el hecho).
Hay tantas páginas dedicadas a este hecho que la figura de Blas de Lezo ya ha sido reiteradamente reivindicada. Por ejemplo: www.todoababor.es/articulos/defens_cartag.htm o en este vídeo de Youtube.
Los ataques se sucedían, por lo que se decidió tomar cartas en el asunto pero sólo cuando algo sucedía. La fortificación continuó viviendo en un estado un tanto dejado. El emplazamiento era impresionante pero los recursos muy reducidos, a lo que hay que añadir las deserciones por falta crónica de pagas o el deterioro en el tiempo de cañones y armas. Fue entonces cuando apareció otra de las figuras más importantes de la historia de Cartagena de Indias: Antonio de Arévalo.
En 1762 vuelve a imponerse la amenaza de la guerra con Inglaterra por lo que es contratado el Ingeniero y matemático Antonio de Arévalo para reforzar las defensas de las colonias. Y fue él quien convirtió el Castillo de San Felipe de Barajas en una fortaleza casi inexpugnable. Entre otras cosas, reforma la batería de San Lázaro y en 1763 construye nuevas baterías laterales llamadas la Redención, la Cruz, el Hornabeque, San Carlos y los Doce Apóstoles y Santa Bárbara, estas últimas intercomunicadas entre sí por galerías subterráneas terminadas en 1769.
Estas baterías facilitaban la presencia de hasta 63 cañones y quedaban protegidas por una muralla alta y una pendiente enorme, que complicaba el acceso a la misma. Pero nosotros nos atrevemos con ello y ascendemos por ella pasando por algunos matacanes desde los que tiraban a matar soldados guarecidos y por algunas puertas que más tarde nos facilitarán el acceso a las galerías subterráneas.
En lo alto, la bandera colombiana ondea ante el paisaje caribeño y nosotros recorremos las propuestas innovadoras defensivas de Arévalo, que trató de alejarse del tradicional concepto de baluarte defensivo y que llevó a cabo sin permiso, de forma libre y sin la supervisión de los ingenieros españoles que sobre él mandaban.
Está muy bien conservada la Batería de San Carlos y los Doce Apóstoles, en la que se ubicaban 13 cañones con nombres de cada uno de ellos y que estaban situados en pendiente, para ayudar a controlar la reculada de los cañones cuando disparaban. Desde el Tendal de Artillería (situado en otra Batería, la de la Cruz) se puede acceder a una de las galerías subterráneas, que no eran sino el último baluarte defensivo, la cuarta línea de combate de San Felipe en caso de caer frente a los atacantes.
El Plan estaba claro: si el castillo era conquistado por los ingleses, el castillo explotaría y se derrumbaría sobre sí mismo gracias a los cientos de toneles de pólvora que se escondían en estas galerías (y que, afortunadamente, nunca fueron utilizados). Éstos se situaban en ramales ciegos de las galerías, en las que también había sitio para el soldado defensor escondido que ataca al invasor incauto. En estos espacios se situaba en ocasiones una lámpara de aceite, para alumbrar la espera.
Curiosamente, algunos de los mineros que excavaron estas galerías fueron traídos directamente de Almadén, que paraban aquí como escala obligatoria de camino a las minas de Nueva Granada. Además, estas galerías servían de contraminas de escucha, pues a través de ellas se podían tratar de localizar a los enemigos que se acercasen al castillo por debajo del mismo.
Hay dos galerías visitables, una de menor tamaño y otra, la enorme Galería Magistral (en la foto), que suele estar inundada por el nivel freático de Cartagena de Indias y que sólo se permite recorrer parcialmente. En ambos casos, hay zonas que no están dibujadas ni en los planos del Castillo.
Nuestra visita termina con tres puntos de interés. El primero, un hospital para la tropa, un pequeño edificio en la batería de los Apóstoles en el que ahora se difunden vídeos divulgativos.
En segundo lugar, más alejada, la Batería de Santa Bárbara (foto de abajo a la derecha), un apéndice del castillo principal con siete cañones y que mira a uno de los lugares más típicos de Cartagena, el Cerro de la Popa. Por último, en la llamada Ruta de los Puentes que nos devuelve al punto de inicio, allá donde se ubicaban puentes de acceso a la fortificación, fácilmente sacrificables y reconstruibles, acá es donde nos cuentan el final del Castillo de San Felipe de Barajas.
Todo comienza con la independencia. El llamado “Pacificador de los americanos”, Pablo Morillo, sitia la ciudad de Cartagena de Indias, la que primero se ha levantado contra el poder español.
Y el sitio es terrible, más de 300 personas mueren al día en 1816 durante los enfrentamientos y el asedio.De los doce mil habitantes de la ciudad quedan atrás más de siete mil, una catástrofe que hace que Cartagena vuelva a ser española, por poco tiempo y con una consecuencia que no se vería hasta la actualidad.
La que luego sería denominada por Bolívar “La Heroica” queda fuera de las rutas de comercio de la época. El siglo XIX trae abandono, pobreza, miseria y cólera, ese mismo del amor en los tiempos del cólera de García Márquez, esa misma situación que aísla a Cartagena de Indias y la convierte en la maravilla que es en la actualidad.
¿Y el Castillo? Pues el castillo sirve de cantera hasta 1928, momento en que la Sociedad de Mejoras Públicas de Cartagena restaura, durante muchos años, el emblema de otro tiempo, la mayor de las obras españolas en América, la herencia emocional y física de unos tiempos de carestía y de honor, de derrotas y éxitos, de unión e independencia.
Una historia común felizmente recuperada.