Mientras este grupo de pelícanos pardos (Pelecanus occidentalis) se solea frente al Caribe colombiano me decido a ir paseando desde el barrio de Bocagrande al centro histórico de Cartagena de Indias, aquel que ha quedado maravillosamente conservado, como lo fueron los de Brujas o la Antigua Guatemala, todos ellos sufriendo decadencias o abandonos que, a la larga, fueron beneficiosos para poblaciones tan bellas como la que nos ocupa.
El problema de Colombia es la seguridad, dice el tópico. De hecho, no es en absoluto un tópico. Y no lo ocultan ni te cuentan otra cosa diferente en un país que, por lo demás, es moderno y atractivo. Sólo hay que tomar el vuelo de Avianca de Bogotá a Cartagena para darse cuenta de que la compañía aérea es de las de primer orden.
El aeropuerto de Cartagena es más bien pequeño y el calor húmedo típico caribeño te golpea con rapidez cuando aterrizas. Entre las medidas de seguridad para combatir el tópico real cuenta el control de tarjetas de embarque y de equipajes que el pasajero se lleva… a la salida del aeropuerto.Pero el caso es que estamos en Bocagrande y una larguísima y ancha playa se extiende ante mí. El habitual color pardo negruzco de la arena volcánica, los vendedores de ostras, los que se ofrecen para dar masajes, los que toman una cerveza Águila frente al mar, mientras las garzas y los pelícanos sobrevuelan el oleaje y altos bloques de viviendas, apartamentos y hoteles ponen cara al barrio de sol y playa de Cartagena de Indias.
Y apenas 40 minutos me separan del Hotel Caribe (www.hotelcaribe.com/), un más que correcto, amplísimo y clásico hotel de Cartagena, de su colorido centro histórico.
Sigo entonces las recomendaciones de su recepcionista: aunque los taxis sean muy baratos, merece la pena recorrer la playa hasta el centro. Así puedes interactuar con chiringuitos, con negros en la negra arena, con chavales que te venden cualquier cosa, con pálidos turistas americanos.
Y, allá donde la playa se interrumpe por la llegada inesperada de un río o afloración, te vas a la calle cercana, a veces sin aceras, y llegas a la conclusión de que la combinación entre lluvias recientes, mareas y torrenteras no es demasiado buena en estos lares.
De hecho, en ocasiones tengo que internarme hacia Bocagrande para poder continuar el camino. Los zanates, ajenos a todo éstos, vuelan de aquí para allá picoteando en busca de lo que los turistas dejamos en la arena, en los jardines, en las terrazas.
Llega un momento en que los altos edificios se quedan atrás y los comercios y chiringuitos se ven sustituidos, casi imperceptiblemente, por baluartes defensivos permitiéndome recordar que además de centro turístico de primer orden, Cartagena de Indias es patrimonio de la humanidad por razones que se hacen enseguida evidentes.
4 kilómetros de muralla rodean el centro histórico. Hubo un momento en que Cartagena de Indias era una ciudad de importancia capital en el Imperio Español y tenía que estar bien protegida. De ahí los numerosos baluartes y muros defensivos que circundan la ciudad (y que, también en aquella época, separaban a los ricos que vivían dentro de murallas a los que vivían fuera de ellas, aunque trabajaran en su interior) y que ahora resulta un placer recorrer tanto por fuera como por encima.
Nos acercamos a uno de ellos, al Baluarte de San Francisco, por el nuevo Centro de Congresos y Exposiciones. Estos baluartes están muy bien conservados y se puede pasear por encima de alguno de ellos y observar el mar entre sus garitas y cañones. De los veinte baluartes con los que contaba la ciudad sólo quedan 16, desaparecidos algunos incluso a principios del siglo XX.
Su misión era sencilla: defender la ciudad. Hay que tener en cuenta el acoso que los cartageneros tenían que soportar periódicamente. Por aquel entonces, siglos XVI-XVII, Cartagena de Indias se había transformado en un puerto de primer orden y la ciudad, uno de los referentes del éxito colonial en la América hispana.
Ingleses y franceses no podían quedarse fuera de juego por lo que sus corsarios acecharon la ciudad en numerosas ocasiones. Sólo en el siglo XVI atacaron y sitiaron Cartagena de Indias figuras como el francés Roberto Baal* (en 1544 y con la ciudad aún sin fortificar: “La víspera del matrimonio de una sobrina de Heredia, temprano en la mañana, entraron sorpresivamente los piratas en la ciudad, y ya dentro comenzaron a tocar los instrumentos de guerra. Los cartageneros, creyendo que era la música de fiesta de la boda, acudieron desarmados y tarde se dieron cuenta de su equivocación, cuando la ciudad ya estaba completamente ocupada.”), el también francés Martín Cote (1555: “Don Juan de Bustos Villegas, entonces Gobernador, lideró una contraofensiva consistente en trincheras y púas envenenadas colocadas en los sitios donde desembarcarían las naves enemigas.” o el inglés John Hawkins (1568: “En julio aparecieron en las costas cartageneras cuatro navíos grandes y siete pequeños al mando de Hawkins, quien le envió una carta al entonces Gobernador de Cartagena de Indias, Don Martín de las Alas, comunicándole que tenía a su disposición mercancías y esclavos para poder montar una feria comercial. Este truco le había funcionado al inglés en otras ciudades donde entraba tranquilamente para luego dar el golpe definitivo y apoderarse del lugar. Mas el Gobernador de las Alas no cayó en la trampa, negó el permiso solicitado por el pirata y dio la voz de alerta para defender la ciudad. Fueron ocho días de intenso bloqueo y fuego por parte de la escuadra de Hawkins, durante los cuales los cartageneros emplearon la táctica de cambiar de sitio los cañones cada vez, dando la impresión de tener una artillería mayor. Hawkins desistió en su empeño y juró volver con más poder en un futuro, mas nunca cumplió dicha promesa.”
* Citas de www.cartagenacaribe.com.
Pero quizá el pirata más conocido que asoló las costas de Cartagena de Indias fue Sir Francis Drake. Fue en 1586 y el caballero se encontraba realizando una vuelta al mundo similar a la de Magallanes y robando en las colonias españolas: “El inglés comenzó a negociar con las autoridades de Cartagena de Indias -que se habían guarecido en la cercana población de Turbaco- el rescate de la ciudad. Para presionar, se inició la quema de por lo menos doscientas casas en la ciudad mientras no le pagaran en el plazo acordado. Y en esto estaba Drake cuando encontró entre los papeles del despacho del Gobernador una carta en que se le avisaba al funcionario de la llegada del "pirata" Drake a costas americanas. Indignado, el inglés montó en cólera y ordenó tumbar a cañonazos una nave de la catedral, que estaba en construcción.Por fin, ante tal destrucción, las autoridades de Cartagena de Indias pagaron la suma de 107.000 ducados. Drake se llevó asimismo joyas, las campanas de la ciudad y piezas de artillería.“
No es extraño, entonces, que sobre una primera y defectuosa estructura se elevaran en 1614 las actuales murallas bajo la dirección del ingeniero Cristóbal de Rada permaneciendo muchos años como símbolo de la fortaleza de la ciudad. (Por cierto, los asaltos del Barón francés de Pointis o del Almirante inglés Vernon ya fueron mencionados en la entrada anterior, la dedicada al Castillo de San Felipe de Barajas).
Bueno, pero ¿qué es lo que buscaba esta gente exactamente? Lo vamos a ver enseguida. Primero, hay que pasar bajo la Torre del Reloj. Se trata de la entrada a la ciudad antigua, un antiguo arco central con dos bóvedas a los lados (correspondientes a lo que en su momento fueron capilla y sala de armas) decorado en el siglo XIX con la emblemática torre, de un colorido que es toda una invitación para perderse en la preciosa ciudad colombiana.
En el interior de estas bóvedas, una curiosa librería de segunda mano que vende títulos de lo más variado y antiguo.
Y lo que vemos ya nos da muchas pistas de cómo va a ser el casco antiguo de Cartagena de Indias. Se trata de la Plaza de los Coches (llamada así por los carruajes que puedes alquilar para dar un garbeo), un lugar que todas las guías identifican como aquel donde tenía lugar la venta de esclavos africanos, aquellos que ayudaron obligados a construir fortalezas y baluartes y con cuya sangre y esfuerzo se levantó, por poco tiempo, el imperio español.
De aquellos esclavos quedan numerosas huellas en la ciudad, la primera sus propios habitantes que, como en el resto de las Américas, son fruto de un mestizaje racial asombroso.
Las casas que forman la plaza están pintadas con colores tan llamativos como sus pobladores: azul, naranja, amarillo. Casas todas ellas con balcones de madera también de color y con portales donde los cartageneros venden golosinas y dulces en puestos callejeros tradicionales. Frente a las casas, preside la plaza una estatua del fundador de la ciudad, Don Pedro de Heredia.
En el Museo Histórico de la ciudad se encuentra un retrato del mismo, el fundador de Cartagena de Indias. Resumiendo brevemente la historia anterior a la fundación de la ciudad nos encontramos, en primer lugar, con Calamarí (o Kalamary). No es difícil imaginar los numerosos poblados de la tribu caribe que debían ocupar estas tierras en época prehispánica. De ellos se hacen eco dos museos cartageneros: el Museo Histórico de Cartagena y el Museo del Oro.
Por cierto, que en ambos casos también se mencionan las excelencias de la tribu india de los zenúes, que debieron vivir en el interior, en las llanuras inundables del continente y que dejaron una huella imborrable en forma de oro. Entre sus costumbres más curiosas, la de enterrar una vez sacrificada a la “cacica”, la esposa del Cacique que gobernaba la tribu.
En el Museo Histórico se pueden observar maquetas de los poblados mencionados así como restos de vasijas y objetos de hombres y mujeres que abandonaron el poblado ante la llegada de la flora de Pedro de Heredia. Los esclavistas ya habían pasado por allí y lo mejor era huir.
Heredia, cuya imponente figura otea las bellas casonas de la Plaza de los Coches, vino con una flotilla de una nao, tres carabelas y una fusta, con 22 caballos y 150 hombres (entre los que se encontraban los primeros 50 esclavos africanos macheteros), y después de recorrer la zona volvió a Calamarí (donde había acampado provisionalmente) y se estableció aquí por la buena comunicación por mar y la estratégica situación para la defensa, si bien siempre asumió la carencia de agua corriente o de aprovisionamiento de madera que podía baldar el proyecto de fundación de la ciudad. Fue el 1 de junio de 1533, y Heredia la nombró "Cartagena de Poniente", para diferenciarla de la "Cartagena de Levante” española, cuya bahía recordaría a la americana.
Por cierto, en primer lugar la ciudad se denominó San Sebastián de Calamari. En el futuro, la clase alta se ubicaría en el barrio así denominado (en el corralito de piedra donde se edificaron casas de materiales que no se incendiaran, después de que el fuego acabara con la ciudad inicial en 1552), la clase media, con criollos y mestizos como representantes, lo haría en el barrio de San Diego y el pueblo llano, en el barrio de Getsemaní. Casas de dos pisos sólo habría en el barrio central, el de clase alta (como se puede ver desde la terraza del Museo de Historia de la Ciudad).
Cerca de la Plaza de los Coches se encuentra la Plaza de la Aduana, la más conocida e importante de la ciudad. Para mala suerte, la mía: durante mi visita estaba en obras y no se podía recorrer ni ver. Y su importancia era capital para el devenir de la ciudad.
Con el paso de los años, Cartagena de Indias se convirtió en el puerto español más importante de América. Los motores de su economía eran dos: el comercio de esclavos negros y el de los metales preciosos y era aquí, en la Plaza de la Aduana donde se decidía todo.
Hay un maqueta deliciosa en el Museo de Historia en la que aparece una recreación falsa pero muy intuitiva: un galeón carga y descarga en medio de una de las rutas que unen América con el continente.
Es una recreación, pues los galeones fondeaban en la bahía, no en los muelles. El baluarte defensivo, la subasta de esclavos negros y la casa de la Aduana, donde pagar los impuestos, protagonizan la escena.
Cartagena de Indias, junto con La Habana, pronto se convirtió en uno de los puertos más importantes de la Corona española y de ahí que las rutas del comercio la tuvieran como parada principal. En el Museo de Historia se puede comprobar con atención dichas rutas,resumidas en el siguiente texto del Atlas Histórico de Cartagena de Indias “(…)para entonces Cartagena se había consolidado como terminal de los galeones de Tierra Firme. En efecto, a partir de mediados del siglo XVI, la corona española decide organizar el comercio de América alrededor de monopolios que contribuyan a su defensa. El propósito es proteger el intercambio indiano de los corsarios y piratas franco-ingleses que lo interfieren en aguas del Caribe y en las aproximaciones a la Península (…).
En virtud de las bondades de su rada y su cercanía al vital istmo de Panamá, Cartagena funge como uno de los cinco grandes puertos del monopolio. Una vez al año, un enorme convoy mercante protegido por naves de guerra-galeones-levaba anclas en Sevilla con destino a Cartagena, a donde acudían tratantes de todo el Nuevo Reino de Granada y de Quito. Era la única ocasión de comercio legal; por fuera del sistema, todo era contrabando. Pero había más. Una vez se recibían noticias sobre la llegada de los acaudalados comerciantes peruanos a Panamá con la plata del Potosí, el convoy se desplazaba a Nombre de Dios en el Istmo, donde tenía lugar una fabulosa feria. Terminada ésta, la conserva regresaba a Cartagena a depositar el metálico. Y mientras la flota de los galeones de Tierra Firme zarpaba hacia La Habana, la plata esperaba la llegada de la poderosa Armada de la Guardia de la Carrera de Indias, encargada de transportar el precioso cargo hasta España y de imponer respeto en aguas que la Corona consideraba propias. Dueña de semejantes privilegios, Cartagena no podía sino prosperar aceleradamente. Y así fue.”
En el centro de la Plaza de la Aduana se sitúa una estatua de Cristóbal Colón, que observa la actual alcaldía (que ocupa la antigua Casa de la Aduana) y otras pintorescas casonas cartageneras (incluyendo alguna aberración estética del siglo XX por la que el responsable debería estar en la cárcel).
En esta plaza debieron recibir con agrado (supongo) el nombramiento que hizo Felipe II a la “Muy noble y muy leal” Cartagena de Indias, un año después de otorgarle el título de ciudad (en 1574).
Por aquel entonces, de nuevo según el Atlas Histórico de Cartagena de Indias, “Al terminar el siglo XVI, Cartagena se apresta a continuar una rutilante transformación. Atrás va quedando la aldea de palmas para que surja una urbe de cal y canto, con calles empedradas. Se trata de una ciudad, para los estándares de la época, organizada y limpia; nada de vacas en Calamarí; las que llegan deben permanecer en los corrales de Getsemaní. Es tal la actividad edilicia que escasean la cal, las tejas y la cantería. Se obliga a los artesanos a pregonar sus existencias públicamente, mientras el Cabildo prohíbe su empleo fuera de Cartagena.”.
Así que ya tenemos en escena toda una ciudad enriquecida, asediada por los piratas de vez en cuando pero bien defendida por los baluartes. Enriquecida a partir del comercio de esclavos y el de metales preciosos, una población que en el futuro sería una de las principales ciudades del Virreinato de Nueva Granada.
Una riqueza bañada en oro y en sangre de esclavos africanos (curiosamente, me da la impresión de que sufrieron tanto o más los afroamericanos en América que los propios indios teniendo en cuenta que hasta el mismo fundador de la ciudad, Pedro de Heredia, fue encarcelado por crímenes contra los Zenúes y, más tarde, condenado a muerte. Aún así, logró escapar a España muriendo finalmente al hundirse su navío en medio del océano.).
Del periodo colonial de Cartagena de Indias nos falta un protagonista clave en la sociedad de la época: la Iglesia. Me quedaré con tres edificios religiosos de interés en la ciudad (aparte de la colorida catedral). En primer lugar, y siguiendo la ruta a través de la Plaza de la Aduana, nos encontramos con la Plaza de San Pedro Claver.
La habitual estatua (ésta, a pie de calle) y la preciosa iglesia de piedra coralina local (como la del Castillo de San Felipe de Barajas) recuerdan a este hombre, que luchó por los derechos de los esclavos. Sin embargo, de la plaza lo que me llama la atención son los primeros vendedores de artesanía que se ubican a los pies de de su fachada norte y las esculturas en chatarra de hierro que representan diferentes oficios y que están repartidas por toda la ciudad. Son obra del llamado maestro Edgardo Carmona y son de lo más llamativo.
Si continuamos con nuestra visita, perdiéndonos entre las pintorescas calles cartageneras, mirando al mar desde los baluartes y admirando la portada del Museo Naval y de la Oficina del Festival Internacional de cine de Cartagena de Indias, llegamos a la Plaza de Santo Domingo para nuestra siguiente parada “religiosa”. Es una plaza muy animada, tanto de noche como de día. Los comercios y bares de alrededor junto con la venta particular, los chavales jugando, las mujeres paseando, los turistas haciendo fotos a la “Gertrudis” de Botero.
Y envolviendo a la Cartagena humana, la Cartagena histórica, con sus casonas de balcones de madera, sus fachadas coloreadas y la imponente mole de la Iglesia y Convento de Santo Domingo, el templo más antiguo de la ciudad, pues inició sus obras en 1552 (no se finalizarían hasta 1716).
Y es en este espectacular lugar donde trabaja la AECID, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, que hizo una cuidadosa restauración y acondicionamiento del claustro del monasterio como parte de su programa de preservación del patrimonio. El que fuera cuartel militar, convento de frailes dominicos y Seminario es ahora la sede del Centro de Formación de la Cooperación Española, donde fui gratamente atendido y cuyas instalaciones y trabajos son asombrosos.
El claustro, de influencia neoclásica, de paredes y bóvedas blancas, de pasillos de naranja pálido tiene como centro un arbolado tropical fantástico, que junto con aulas con las mejores tecnologías hacen que se convierta en un envidiable ambiente de trabajo.
Volvamos a recorrer las calles de Cartagena. Son un espectáculo. Los balcones de madera aparecen en casi todas las fachadas, algunas naranjas, otras azules, otras blancas. La tradicional imagen del paso del tiempo ha ayudado a conformar un escenario encantador en el que se mezcla colorido, antigüedad y calor húmedo: el ambiente colonial en todo su esplendor.
Y mientras la gente vende en la calle frutas frescas, limonada o golosinas, mientras los carteles electorales te hacen aterrizar en una sociedad diferente pero similar a la tuya, te das cuenta que acabas de entrar por la calle de la catedral hacia el Parque Bolívar.
Y allí nos encontramos no sólo con el Libertador (volveré a él en un momento) sino con el Palacio de la Inquisición, ahora Museo Histórico de Cartagena de Indias. Y éste es el ingrediente que faltaba en la colección: metales preciosos, comercio de esclavos, inquisición.
Un combinado letal pero favorecedor para nuestros intereses durante siglos. La Inquisición apareció por Cartagena de Indias en 1610 por orden de Felipe III y estuvo por aquí luciéndose 200 años. Su influencia en la sociedad colonial de los siglos XVII y XVIII debió ser tremenda, influencia tanto de poder político como social.
Los Autos de Fe (el primero, el 2 de febrero de 1641) se realizaban tanto en esta Plaza (antes llamada Plaza Mayor) como en la de Santo Domingo y los inquisidores continuaron haciendo su trabajo en la lucha contra la brujería y otros comportamientos paganos durante dos siglos, hasta la llegada de la independencia de España. En aquel momento, por cierto, se quemaron los archivos y documentos del tribunal inquisitorial y se expulsó a quienes todavía juzgaban a los demás.
Las llamadas Casas de la Inquisición terminaron convirtiéndose en el actual Palacio. De las dos pequeñas casas que originalmente ocuparon en 1610 los primeros inquisidores (Juan de Mendoza y Mateo Salcedo) se pasó a un complejo mayor de casas entre las que se incluyó la Casa de los Calabozos (donde funcionaron las cárceles secretas).
El Palacio, con una preciosa fachada barroca (de rejas en su parte inferior y balcones en el piso superior, algo característico de las casas coloniales), es ahora el Museo de Historia… pero también es el Museo de la Inquisición y toda su planta baja está dedicada a las artes de tortura que (se supone que) excepcionalmente utilizaban los padres inquisidores.
El potro, el aplastapulgares, el collar de espinas, la horquilla del hereje, el jarro de agua… una amplia colección un tanto esperpéntica se recoge en el Museo, contando con detalle cómo se utilizaban semejantes herramientas. Es una pena que la complejidad y horror de los trabajos inquisitoriales siempre terminen vendiéndose de la manera más sensacionalista, pero es lo que hay.
Por cierto, en el patio de esta parte del Museo se exponen algunos de los azulejos con nombres de calles que debían ocupar antaño las esquinas de las calles cartageneras. Se puede recorrer perfectamente el museo a tu aire, pero por poco más puedes alquilar los servicios de un guía. El que me toca a mí es un tanto estrambótico.
Es un chico gay con esmeraldas en todos los dedos y con una graciosa forma de contar la historia de la ciudad. Sinceramente, creo que sólo merece la pena contratar este tipo de servicios si tienes un tiempo muy ajustado para la visita. Aún así, algunas de las cosas que el guía me explica en el patio del Palacio de la Inquisición no sólo no aparecen en los textos del museo sino que tampoco los hallo en la bibliografía consultada.
El Museo está bien, tiene salas dedicadas a cada una de las etapas de la historia de la ciudad y alguna de estas salas está tan refrigerada para conservar los objetos expuestos que el contraste con el calor húmedo caribeño de fuera es enorme.
Desfilan ante tus ojos piezas arqueológicas de diversas culturas caribes y africanas (la influencia de los esclavos traídos de allende los mares), arte, mobiliario y piezas coloniales, pinturas y piezas de la época de la independencia, etc.
Entre los retratados, destaca el tuerto, manco y cojo Don Blas de Lezo y Olavarrieta, héroe nunca lo suficientemente valorado en nuestro país, a quien está dedicada la mayor parte de la entrada anterior, la dedicada al Castillo de San Felipe de Barajas.
Creo que es una visita necesaria, como lo es la del Museo del Oro y Arqueología que se sitúa justo enfrente.
Está ubicado en una mansión colonial restaurada y en sus salas se pueden admirar, sobre todo, piezas de la cultura Zenú, maravillosos ejemplos de orfebrería en oro de tribus de esta cultura y de otras cercanas. así como objetos arqueológicos de época precolombina.
Filigrana fundida, un tejido de oro para los habitantes de las llanuras caribeñas del río Magdalena que dejaron una huella imperecedera en esta zona y de la que se beneficia este museo (y también el de Bogotá). Cientos de piezas de joyería, cerámica, piedra y concha; desde adornos y colgantes a urnas cinerarias.
Las que más me gustaron: los remates de bastón y colgantes (emblemas de la autoridad jerárquica y religiosa zenú) basados en figuras de animales de los ríos y ciénagas de las llanuras del Caribe, como este remate de bastón con forma de caimán del primer siglo de nuestra era.
En este punto ya no había seguido las indicaciones de mi guía, preferí ver por mi cuenta el Museo del Oro. Sobre todo cuando a mitad de visita trató de concertarme una visita con una tienda de amigos que vendían esmeraldas. Lo dejé cuando ante mi negativa, él aseguró la visita.
En fin, entiendo la necesidad pero no estaba por la labor. Las esmeraldas, a las que las antiguas tribus atribuían poderes magnéticos para librarse de los malos espíritus, son uno de los productos más importantes de Colombia.
Cartagena de Indias está literalmente cubierta de tiendas que venden esmeraldas extraídas sobre todo de las Minas de Muzo-Boyaca o de La Mula en Buenavista. Se pueden obtener buenos precios y esmeraldas fascinantes. Qué piedras más bellas (aunque a mí me gustan más sin pulir).
La catedral impone su torre en el Parque Bolívar, pero es el Libertador el que recoge las miradas en la plaza. Bueno, el libertador y las palenqueras que llevan la fruta fresca en sus cabezas, vestidas de forma tan colorida como las coloniales fachadas de la ciudad.
No me atrevo a fotografiarlas, la verdad, pero sí a las frutas que aquí y allá se disponen en tenderetes y mesas ubicadas aquí y allá. Mientras los ancianos conversan a la sombra de los árboles del parque, la figura a caballo de Simón Bolívar nos recuerda que fue él quien denominó a Cartagena de Indias como “La Heroica”.
Entre 1811 y 1816 se sucedieron numerosas acciones que buscaban la independencia de España. Mientras nosotros luchábamos en nuestra propia guerra de la independencia en América se preparaba la suya propia. Y Cartagena comenzó declarándose Independiente. El 11 de noviembre de 1811 se firmó el Acta de Independencia Absoluta de España, que no surtiría efecto hasta varios años después. España intentó corregir la situación mediante Pablo Morillo, el llamado Pacificador quien en 1815 tenía el objetivo de reconquistar la plaza.
Los cartageneros también tuvieron las suyas con el propio Bolívar, pero lo que les esperaba era arduo. Como en toda guerra que se precie, la flota de Morillo cercó la ciudad, la sitió desde el mar y durante meses la tuvo sin agua y alimento*: “El 20 de agosto de 1815 arribaron a costas cartageneras los primeros barcos de la flota de Morillo, que comenzaron con el bloqueo y sitio a la ciudad, no atreviéndose a tomarla a fuego y sangre por reconocer lo bien defendida que estaba tanto con hombres como con baluartes, murallas y fuertes. Los patriotas se atrincheraron y apertrecharon en su ciudad como pudieron, esperando y resistiendo la larga espera, pero el tiempo se encargaría de hacerlos padecer del hambre y las epidemias que se desataron con las muertes de los primeros. Pasados más de tres meses, el 4 de diciembre, la situación llegó al extremo con el fallecimiento de 300 personas ese día. Reunidos los desesperados patriotas, idearon soluciones o escapatorias.
García de Toledo propuso radicalmente volar la ciudad estando Morillo y sus tropas dentro de ella y así morir todos, vencidos y vencedores. Pero acordaron más bien abandonar la plaza sin rendirse, escapar y buscar ayuda en el exterior para después volver y recuperar lo perdido. Así fue, y en todas las naves disponibles en el momento se organizó la multitudinaria salida, pero para caer más tarde en manos de los españoles, ser traicionados por los capitanes de barco y morir en tierras extrañas y unos pocos llegaron hasta Haití a reunirse con Bolívar para emprender la liberación de Venezuela. Esta dolorosa epopeya le valdría a Cartagena de Indias el honroso título de Ciudad Heroica.”
* Citas de www.cartagenacaribe.com.
El gobierno de la ciudad por Morillo estuvo dedicado al escarmiento y al castigo de los que apoyaron la independencia con nuestro país. Los llamados “nueve mártires” son las víctimas más conocidas y de ellos hay retratos en el Museo de Historia de Cartagena de Indias y bustos de bronce en la propia ciudad:
“El objetivo de los españoles era dar un escarmiento ejemplar, y qué mejor manera de hacerlo que enjuiciando y ejecutando en plena plaza pública a los más reconocidos dirigentes de la ciudad. Nueve fueron los seleccionados para la pena capital, los cuales se juzgaron fugazmente sin defensa legítima. El 19 de febrero de 1816, el recién nombrado Consejo de Guerra dicta la sentencia: "Todo bien examinado, ..., el consejo ha condenado y condena a los referidos Manuel del Castillo y Rada, Martín Amador, Pantaleón Germán Ribón, Santiago Stuart, Antonio José de Ayos, José María García de Toledo y Miguel Díaz Granados, a la pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes, por haber cometido el delito de alta traición. Y condena el Consejo a Don Manuel Anguiano a ser pasado por las armas, por la espalda, precediendo su degradación... y finalmente se condena a José María Portocarrero a la misma pena de ser ahorcado y confiscado sus bienes...". El 24 de febrero los mártires son llevados al sitio de ejecución, en las afueras del centro amurallado, cerca de la Ciénaga de la Matuna, y sus cadáveres fueron sepultados en una fosa común en el Cementerio de Manga.”
En 1821 Cartagena logra la ansiada libertad. España es un caos bajo el desgobierno del absolutista Fernando VII y las colonias se independizan a la velocidad de la luz. Sin embargo, la misma libertad fue el final de la otrora rica Cartagena de Indias. El comercio acabó, el puerto dejó de ser de los más importantes de América y la pobreza sustituyó a la riqueza. La decadencia entró arrasando en Cartagena de Indias, bien acompañada por el cólera.
La tercera parte de la población cayó bajo los efectos del bacilo Vibrio cholerae y ni los cañonazos que pretendían limpiar del aire con pólvora pudieron con las aguas contaminadas por la bacteria. Una de las rutas turísticas más famosas de Cartagena es la de GABO, la de Gabriel García Márquez, que inmortalizó la epidemia de 1849 en su libro “El amor en los tiempos del cólera”. Entre pestes, independencias y pobrezas, Cartagena dejó de ser lo que era y eso, tal y como comentaba al principio, la salvó.
La ciudad permaneció en un hiato, en un periodo de latencia donde se mantuvo a salvo la arquitectura colonial, las casonas de balcones de madera, los colores ajados por el tiempo y la mezcla racial de las gentes, quienes bajo el calor del Caribe celebraron que en 1959 ésta fuera declarada Monumento Nacional y Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad en 1984 por la UNESCO.
Recorro las calles pintorescas, cálidas y apasionantes de la Ciudad Heroica.
Paso por el Edificio de la Gobernación de Bolívar, con sus arcos y su estilo neoclásico, por la Biblioteca Bartolomé Calvo, por el Palacio de Justicia y por el Teatro Heredia (en la foto de arriba) y reconozco la ciudad que trató de salir de su agujero en el siglo XX y reparo en las restauraciones de las últimas décadas y en la belleza de los balcones, de las plantas, árboles, fachadas y carteles, en el ambiente fascinante y acogedor que derrocha la que dicen es la única ciudad segura de Colombia y me siento orgulloso de compartir un pasado común con este ejemplo de orden caótica, con los taxis amarillos que circulan por las callejuelas azules y coloradas, con las palenqueras y los vendedores de fruta, con los vendedores de artesanía de las Bóvedas, con los cientos de caras que disfrutan de la luz de la mañana, de una cerveza Águila o de unas chuches compradas en los arcos de la plaza de los coches. Y me siento bien.