La llaman la Torre Blanca. En el pasado, algún rey inglés (Enrique III, creo) ordenó enjalbegarla y ponerle tuberías de plomo para protegerla mejor del agua. Lleva marcando el paisaje del Támesis desde los tiempos de Guillermo el Conquistador, en el comienzo del primer milenio. Y se ha convertido en uno de los emblemas de la ciudad de Londres.
La Torre de Londres es más que la Torre Blanca que le sirve de emblema. Es una espléndida fortaleza medieval que lleva siendo visitada por los turistas desde el mismísimo siglo XVI. Y allá que nos fuimos, a verla, a disfrutarla, a recorrerla, a revivir momentos impactantes de la historia. La banda sonora de nuestra visita bien pudiera ser la que Trevor Morris ha realizado magistralmente para la serie de Showtime “Los Tudor”.
Muchas cosas han pasado tras los muros de la Torre y la magnífica audio guía lo narra con detalle en cinco rutas que recorren el pasado normando y medieval de la Torre, los encarcelamientos y famosas decapitaciones, la vida cotidiana de los que aún habitan esta mini ciudad y, cómo no, todo sobre las famosas joyas de la corona que, sinceramente, no eran lo que íbamos buscando.
Buscábamos a Ana Bolena y a Enrique VIII, a Lady Jane Grey, a Catalina Howard, a los niños príncipes asesinados por Ricardo III, a la Puerta de los Traidores por donde entró Isabel I (salió por ella como reina, en la foto de arriba), los aposentos de Sir Walter Raleigh, pasear por las estancias de Leonor de Castilla, de Enrique III, de Eduardo VI… bien, sí, también a los cuervos, a los beefeaters, a la cercana imagen del Tower Bridge. Y a la propia Torre Blanca, claro.
Lo encontramos todo, y mucho más. El monumento medieval es sorprendente, la ambientación, sobrecogedora. Hay tanto que ver y tanto que disfrutar… Hasta la comida que proporcionan en el restaurante de la Torre con divertidos anuncios del tipo “La historia te deja hambriento”.
Guillermo el Conquistador era un tipo enérgico. Invadió Inglaterra desde sus dominios normandos derrotando a los ingleses del rey Harold en la batalla de Hastings, allá por 1066. Sus órdenes parecen claras: construir un fortín en Londres que diera miedo y respeto a sus recién conquistados. Aprovechó los restos de la muralla romana de Londinium, trajo piedra normanda así como canteros y albañiles de su ducado. En Inglaterra no se había visto nada parecido: un edificio enorme rodeado por las murallas romanas.
Y la cosa mejoró en la Edad Media. Ya en 1350 la Torre quedó transformada, más o menos, en la formidable fortaleza que se puede recorrer hoy en día. El mayor esfuerzo lo realizó Enrique III (1216-1272), hijo del rey Juan, el famoso hermano de Ricardo Corazón de León (a quien finalmente sustituyó una vez fallecido éste a la vuelta de las Cruzadas). Enrique III heredó de su padre un reino en crisis objeto de deseo de los franceses, invitados por la nobleza desleal. Por ello, reforzó el castillo de Guillermo el Conquistador, ampliando el número de torres, de nuevos lienzos de muralla y del foso de agua.
Su hijo, Eduardo I, no sólo la amplió, sino que la dio sentido: la utilizó por vez primera de cárcel y de almacén oficial de documentos, incluyendo la primera casa de la moneda. Se sucedieron entonces muchos Enriques, Ricardos y Eduardos. Algunos acabaron francamente mal (incluyendo a los niños de Eduardo IV), otros salieron a flote. La guerra de las casas reales tuvo un desenlace victorioso para una familia que marcaría la historia de Inglaterra y de Europa en el comienzo del Renacimiento: Los Tudor, a partir de Enrique VII.
Precisamente, lo que más nos llamaba la atención a la hora de visitar la fortaleza era el impresionante escenario que representó la Torre de Londres en la época de los Tudor.
En la Torre Blanca se pueden ver armaduras originales de Enrique VIII (especialmente una armadura para montar a caballo de cuando el rey era joven y no tan gordo), en algunas partes del recinto se pueden ver casas que no han sufrido excesivas modificaciones desde el siglo XVI, manteniéndose tal y como eran en aquella época. También se pueden ver lugares emblemáticos del momento como la Puerta de los Traidores.
Pero lo más impactante es, quizá, lo que no se ve. El patíbulo sobre el que Ana Bolena declamó, momentos antes de ser decapitada, bellas palabras para el que fuera su marido y ejecutor.
La Torre donde tantos personajes estuvieron encerrados por tiempo muchas veces indefinido y por estar en el bando equivocado en el momento equivocado. Para sus guardianes no era fácil la cosa. Aquel cautivo podía convertirse en meses en el líder de la nación y no guardaría buen recuerdo de sus vigilantes.
La Torre Beuchamp (llamada así por uno de los primeros cautivos que guardó en su interior, Thomas Beuchamp, Conde de Warwick, la de la foto de un poco más arriba) incluye algunas de las más impactantes muestras de lo que se vivía en aquella época: la escritura de los propios presos grabada o tallada en la pared. Entre 1532 y 1672 un número elevadísimo de personas, ora católicos, ora protestantes, pasó por situación de cautiverio.
Y es que la decisión de Enrique VIII de romper con el Papa de Roma por un quítame allá a mi mujer legítima (Catalina de Aragón) y crear su propia iglesia (la protestante anglicana) convirtió la Torre en paso habitual de presos político-religiosos. En función de quien gobernara en cada momento (los protestantes Enrique VIII o Isabel I, la católica María I), se encarcelaba y ejecutaba a los enemigos del momento.
Aunque la Torre haya servido durante mucho tiempo como cárcel y patíbulo (también de símbolo de poder y emblema nacional, recuerdo), ésta no estaba preparada para mantener mucho tiempo a cautivos de las belicosas razzias que unos y otros se dedicaban, por lo que los presos eran ubicados donde se podía, bien en la Torre Beuchamp o en cualquiera de las otras con las que cuenta el complejo.
Es conocida la llamada Torre Sangrienta, donde la leyenda dice que se ejecutaron los dos niños príncipes en 1483 por orden del rey Ricardo III. No obstante, en la retina se quedan los grabados, algunas veces artísticamente apreciables, de las paredes de la Torre Beuchamp. Alguien escribió allí JANE, bien una dama de honor o bien su propio marido Guilford Dudley. Alguien dejó inscrito el nombre de la desgraciada reina de los 9 días, Lady Jane Grey, cabeza de turco de una de las confabulaciones para derrocar a Isabel I.
Y entre ejecución y ejecución (extraña la escultura que han construido en el lugar donde se realizaban éstas), algunas escapadas famosas. Pero también estancias casi de lujo, como la de Sir Walter Raleigh, preso de alcurnia que contaba con despacho propio y derecho a ver a su familia asiduamente. Aquí escribió su famosa “Historia del mundo”.
Por cierto que la Torre de Londres también ejerció labor de Casa de Fieras durante siglos. Los elefantes, guepardos, leones, lobos o avestruces que los reyes foráneos regalaban a los autóctonos para uso y disfrute de los ingleses terminaban (en todos los sentidos) en la Torre.
No demasiado bien atendidos, por cierto. Aunque hace mucho que entre circos y zoos se trasladó a la variopinta fauna que a duras penas sobrevivió en la Torre, permanecen los cuervos. Enormes animales que se dejan ver por todo el recinto.
Hay numerosos avisos de atención a sus picotazos. Pero es que atraen, son imponentes, algunos tienen un tamaño enorme. Se supone que los alabarderos reales los cuidan y alimentan con el fin de que no desaparezcan de la Torre por una presunta (y absurda) leyenda que prevé la caída del reino y la monarquía en el momento en que deje de haber cuervos en la fortaleza. Más allá de todo esto, los cuervos contribuyen a ambientar de forma visible la visita a la Torre.
Los alabarderos, los tradicionales beefeaters, con sus trajes azules que soportan mejor la lluvia y la contaminación que los tradicionales rojos, pasean por el recinto. Son atentos, hacen de guías y algunos se lo curran mucho.
Las guías, por supuesto, son en inglés e incluyen una visita a la iglesia de la Torre, San Peter ad vincula, donde reposan los restos de los ajusticiados en la Torre de Londres. Las tres reinas o los santos (como Sir Thomas Moore) están modestamente enterrados en esta iglesia, lejos del barroquismo de los inhumados en la Abadía de Westminster.
Las joyas de la corona, bien, gracias. Sí, se supone que son espectaculares, pero para quien no le gustan, cansan un poco. Es más interesante pasear por el palacio medieval (con una preciosa reconstrucción en vivo de un Salón Medieval habitado) o por el interior de la propia Torre Blanca, donde se muestran bonitos ejemplos de armería (tanto de espada como de cañón), armaduras sorprendentes (incluida la de un gigante y la de un enano).
En esta Torre el Canal Historia ha puesto en marcha una exposición interactiva que gusta mucho a los chavales, pues estaban allí como locos tirando flechas, probando su fuerza con las mazas o viendo a través de un casco.
Además, está la Capilla de San Juan, uno de los interiores de iglesia normanda más elegantes y mejor conservados. Durante siglos, ha servido de archivo de documentos de estado. Hoy está restaurada y sobrecoge.
Sobrecoge como el resto de la fortaleza, con sus muchas Torres y Puertas, integrándose en los escenarios históricos que la han marcado, pero también dejándose encantar por los pequeños detalles que han sobrevivido, como piezas de ajedrez, cerámicas varias (qué bonita la traída de Andalucía por Leonor de Castilla) o un pequeño caballerete de juguete que indica que la Torre no es otra cosa que un invento humano que ilustra lo mejor y lo peor que tenemos como especie.