En el otoño el campo también se viste de colores, pero esta vez son las bayas las que lo hacen posible. Y entre las bayas que más destacan por su colorido y rugoso aspecto son las del madroño (Arbutus unedo L.).
L., por cierto viene de Linneo, que fue quien describió por primera vez a la especie. Linneo le dio a la especie dos nombres de origen romano: Arbutus, que bien viene del celta Arbois o bien es diminutivo del latín Arbor, arbolillo. Y Unedo, que procede del verbo latino edo (comer) y del numeral unus (uno sólo); es decir, comer uno sólo, recordando la fama que tienen sus frutos, capaces de emborrachar sobre todo cuando están bien maduros (momento en el que contienen cierta cantidad de alcohol).
Las bayas del madroño se utilizaban antiguamente para, fermentadas, obtener bebidas alcohólicas o vinagre, así como licor de aguardiente moderado. Hojas y corteza (escamosa, se desprende en plaquitas) han sido también utilizadas como astringente y diurético, así como para curtir pieles (por los taninos con los que cuenta).
El madroño es una ericácea, al igual que los brezos (Erica sp.)o el arándano (Vaccinium myrtillus). Puede llegar a medir hasta 10 metros de altura, pero habitualmente se queda en 3-5 metros (es decir, un arbusto).
Suele aparecer como acompañante tradicional de encinas y alcornoques en sus bosques de etapa climáticas (pero también en su etapa regresiva más próxima a la climática en las áreas menos degradadas). Suele aparecer hasta los 1200 metros y es indiferente edáfico (aunque prefiere suelos frescos y profundos, en zonas de clima suave).
Una de las características más curiosas del madroño es que sus frutos tardan todo un año en madurar, por lo que suelen compartir el espacio, a finales del otoño y principios del invierno, tanto los frutos ya maduros como las flores del arbusto. Estas flores crecen en ramilletes terminales (panículas) y son de color blanco (aunque a veces, pelín teñidas de verde o de rosa). Su corola está inflada, a la manera de una pequeña olla con la boca pequeña.
Y así, cargados de flores y de bayas amarillas, anaranjadas y rojizas estaban los madroños de una vereda que transita entre puertos en la zona de mi pueblo, en la provincia de Ciudad Real, a mediados de noviembre.
Es curioso como cuando desaparece el encinar, todo su cortejo florístico permanece en lugares o bien inaccesibles o bien necesarios, como suelen ser los caminos y corredores que utilizan pastores y agricultores.
Este camino en concreto, reúne en poco más de dos kilómetros a piruétanos, brezos, olivillas, diferentes especies de jaras, torviscos, retamas, enebros, madreselvas, majuelos, quejigos, escaramujos, algunos Teucrium y un largo etcétera en el que se encuentran un buen número de madroños. Precisamente ésta es la mejor época para verlos, cuando sus flores y frutos comparten colorido espacio.
De hecho el madroño, con sus verdes y aserradas hojas casi coriáceas, con sus bonitas flores y frutos, nunca ha pasado desapercibido. Los romanos consideraban a esta especie sagrada y la dedicaban a la diosa Carna, amante de Jano, motivo por el que adornaban la casa (la entrada; Jano) con madroños.
La leyenda conocida del oso y el madroño madrileño tiene varias versiones. En una de ellas, los madroños serían una más de las especies que formarían parte del cortejo florístico de las etapas regresivas del encinar madrileño.
En otro, algunos autores dudan que sea autóctona de la zona (aunque se cultive bien aquí) y que se trajo en el siglo XVIII a la Real Casa de Campo como arbusto de gran belleza estética.
En cualquier caso, tiempo ha que dejó de utilizarse para leña (la conocida breña) o para hacer licor. Ahora, donde sobrevive, da color a los encinares, alcornocales y etapas regresivas en el otoño, momento del año con no demasiadas flores en la zona mediterránea.